"Casanova", un cuento de la escritora Lilián Hirigoyen
Lilián Hirigoyen
Contenido de la edición 15.12.2024
Somos amantes. ¿Por qué habría de negarlo? Nos amamos intensamente. Con pasión. Podría decirse que desde el comienzo.
Antes, mucho tiempo atrás, cuando espiaba desde mi habitación a las jóvenes amigas de mi madre, creía que las adolescentes y las frágiles féminas serían mis preferidas.
Después descubrí que no, que las doncellas, castas o curiosas, delicadas o temerarias, eran todas iguales al césped demasiado tierno que no sacia el hambre del semental. Seguras pero incapaces de reconocer su torpeza dejaban el placer a medio camino de la apatía, limitando el éxtasis a una puerta entreabierta que solo permite adivinar la exuberancia de un salón de fiesta.
Entonces, después de años de seducir mocosas y damiselas bellas y mojigatas, mujercitas que apenas se iniciaban y otras, que por un puñado de monedas entregaban sus favores a quien fuera, después de probar hasta el hartazgo el trago fuerte de la piel sedosa y virgen, me dediqué a conocer a las que quedaban.
Maduras y lánguidas, unas; empolvadas y tiesas, aquellas; elásticas y sonrientes, las más.
Fueron estas, las mayores, las que rebosaban en años tanto como en carnes flojas, las que me permitieron saborear la experiencia, el saber hacer, el arte supremo de la caricia.
Era una alegría para los ojos verlas deslizarse por las habitaciones, con sus altos tocados y vestidos de seda, desplegando un encanto de abanico multicolor. Aire fresco de los salones con sus plumas y escotes.
Fue difícil llegar a ellas, mujeres avezadas en todas las mañas, conocedoras de rostros y corazones con una única mirada penetrante. Ellas fueron el reto, el licor de la sobremesa que con su sabor fuerte y dulce energizaba mis venas.
Llevó muchos meses, o debería decir años, el manejar a fondo sus estructuras interiores. Rompecabezas de complejidad maldita me resultó su inteligencia, porque si bien fueron muchas, su sabiduría era accesible por un único camino para todas ellas. Fueron mi capacidad de análisis, mi interés y mi abnegada paciencia los que me permitieron conocerlas y deambular por estas con total soltura. Después que descubrí el sendero hacia esa alma que tanto disimulaban, secreto que aún vigilo como un dragón celoso de su tesoro, ya les fue imposible no pertenecerme de todas las maneras posibles, las más hondas, las que importan.
Gracias a mí, aprendieron a no temer a sus entrañas, a sus más oscuros deseos. Pudieron llegar a la íntima profundidad que ni siquiera ellas conocían y disfrutar de los pecados que la Iglesia y las almas secas y opresivas de los santurrones hubieran bautizado con alguna palabra más atroz aún que la lujuria.
Yo les hice conocer una religión ajena a los templos construidos por el hombre. Altas columnas de piedra que sostienen un ábside, altar y presbiterio de la inquina. Pudieron liberarse como ángeles caídos. Usaron sus alas nuevas en sus propios paraísos y adoraron lo palpable -la piel en todas sus formas- con una piedad mística y encendida.
No me mezclé con grupos afines, como muchos lo hicieron. Simplemente dirigí mi arte a una sola cada vez, como si fuera la mujer perfecta, la que llevaba atada a su cintura la femenina esencia, el elixir del misterio y fuera ella carne de la divinidad.
Así se fueron entregando a su manera y se volvieron devotas de mi compañía. Y sin que ninguna lo descubriera, fui sumando otras y me dividía entre todas sin que lo sospecharan.
Yo, que supe hacerlas dueñas de sí mismas, desatarlas de sus miedos y dejarlas deambular por sus meandros; yo, que las ungí con el aceite de un oscuro sacramento dando rienda suelta a la liturgia de sus propios corazones; yo, que las amé y luego las dejé aún más sabias que cuando las hube conocido; yo, que creí manejar a mi antojo lo que de flexible tenía cada fibra femenina; yo, inteligente, ruin, exuberante, me hallo hoy en un estado tal de enamoramiento que desfallezco.
Diferente en todo a las demás, madura, cándida y seductora a la vez, sugerente y reacia a mis intentos en igual proporción, dejó que yo avanzara hasta que la huida fue impensable y en mi pensamiento no existió otra cosa que su persona.
Fue ella, con su picardía disfrazada de inocencia, la astucia oculta en su pudor y su sensualidad apenas intuida tras el recato, la que despertó lo que en mí dormía con una furia incontrolable.
Entonces, no hice más que horrorizar a mi madre, a pesar de mi edad, pues ya rondaba los treinta sin haberme casado, y enloquecer a mi familia con mi cambio.
Los vecinos y amigos de la alta sociedad, comenzaron a evitarme, escandalizados y me retiraron el saludo los hombres con los que a veces conversaba.
Deseché para siempre las largas faldas con las que desde niña me cubrían; las enaguas que enredaban como lazos a mis piernas y corté los largos rizos que, como una espesa capa castaña, me caían por la espalda. Regalé los monederos de colores y los sombreros de paseo, cambié las coloridas camisas de seda por corbatas y los vestidos por pantalones, los botines de tacones por botas de caballero. Apreté mis senos con fajas y adopté poses que no manejaba, renegué del sexo que se ocultaba entre mis muslos y ostenté otro, desconocido, al que había odiado por opresor y dominante. Cambié mi "ella" por "él" y fui hombre para el placer de mi amada y del mío.
No fui más obligada, sino "obligado", ni estuve nunca más desnuda, sino "desnudo". Ya no escondí mis preferencias por respeto a mi apellido, ni disimulé frente a mis progenitores. Fui entonces liberado como mis antiguas cautivas, que risueñas festejaron mi transformación y enamoradas todas ellas del bello sexo, rápidamente se olvidaron de mí.
Hoy me paseo abiertamente con mi dueña, me regodeo abrazándola y besándola, aunque los que me conocen fingen no notarlo. Yo, que conocí a las mujeres desde dentro y fuera, poseí todos los secretos que escondía la femineidad, moldeándola a mi antojo en mi cuerpo y en las otras. Ahora con piel nueva, me siento a mis anchas entre esta ropa que estreno, este sexo que descubro y esta forma de sentir que creí incomprensible. Palpito con las cosas que consideré tontas por ser de los jefes de familia, seres inocuos y aburridos que deambulaban por el mundo procreando y fornicando por mandato de su instinto, incapaces de un acto sutil o elaborado.
Hoy descubro que es posible, que quizás no todo esté perdido, que yo, pasado el tiempo y llegada la costumbre de mi cambio, "mezclado" entre ellos, pusilánimes, pueda hacerlos ver y comprender que en la conquista siempre debe haber inteligencia y en la seducción, sensibilidad, que nada se obtiene sin la debida perseverancia, devoción y entrega, aunque estas sean pasajeras.
Cuando este loco amor me sature y se vuelva una dulce amistad, me ocuparé de estos brutos. A través de la envidia quizás aprendan e incorporen que hacerse amar es un arte y para que funcione, se debe ser maestro y nada juega en contra más que la vulgaridad y el apuro.
No desespero más por la raza humana, a la que creía desbalanceada.
Aquí estoy yo, para enseñarles; aquí estoy yo, mujer y hombre, divino sacerdote de un nuevo culto capaz de equilibrar la balanza.
LILIÁN HIRIGOYEN
Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,
expresidenta de la Casa de los Escritores del Uruguay
(*) Publicado originalmente en "El árbol que habla y otros cuentos", Ediciones Dixi, 2015
Imagen de portada: CONTRATAPA/Daniel Feldman