“Inmigrante” y “La Hilandera”, dos cuentos breves de la escritora Lilián Hirigoyen

Lilián Hirigoyen

Contenido de la edición 04.08.2024

 

Presentamos a continuación dos cuentos breves, inéditos, de la escritora Lilián Hirigoyen, integran del staff permanente de CONTRATAPA

Inmigrante

El barco se deslizaba dejando una estela blanca y sinuosa. La espuma, algodón arrebatado a las olas, parecía esquivar su empuje.

Atrás quedaban la tierra; el pueblo; los amigos y vecinos, a los que conocía de toda la vida; la casa de piedra. Atrás quedaban su niñez angustiosa, su juventud enamorada, su hijo muerto.

Su mirada clara y profunda se perdió en el horizonte. El puerto era una mancha sin forma que se despedía; el faro, un gigante extraño que lo veía partir. Distraídamente, puso una mano en el bolsillo y apretó entre sus dedos el puñado de tierra que llevaba dentro.

Se le nubló la vista. Su mujer estaba a su espalda. Lo prefirió así. Las lágrimas por lo que dejaban eran sólo suyas. No quería que ella lo viera llorar. La tierra tenía el olor de su madre y los huesos de su hijo. Sin embargo, como si intuyera, la esposa descansó una de sus manos callosas en el hombro varonil. No la miró. No hacía falta. Ella sentía lo mismo. Las lágrimas también escapan por los poros.

Ninguno de los dos se separó del puente del barco hasta que la sombra del puerto se desdibujó en el horizonte. Entonces se abrazaron.

Eran jóvenes y fuertes. Ambos lo sabían. La vida se había encargado largamente de corroborarlo. La pobreza, el trabajo, el niño y ahora la guerra.

Él no había nacido para matar. Vivía para labrar la tierra y surcarla con el arado. Como un amante solícito vivía para engendrar con ella los frutos de su siembra. Disfrutaba del ojo del sol y de los amaneceres ardientes. Era incapaz de ser el crepúsculo. Por eso partieron. Él, que había enterrado el cuerpecito sin vida del niño, la parte más dulce y amada de sí mismo, sabía más que nadie de la muerte. Volvió a apretar con fuerza el puñado de tierra.

No había nacido para matar y no lo haría. No habría generales ni gobernantes que dirigieran su alma.

El mar los rodeaba por los cuatro costados. El Sur, hacia donde se dirigían, era lo desconocido, el lugar que los recogería. Nada sabían de él.

El silencio hablaba a través del viento. Ráfagas intensas le golpearon el rostro. Aun así, no salió de su ensimismamiento. Les esperaban muchos días de viaje. Infinidad de olas mecerían el barco, innumerables gotas de lluvia bendecirían la proa, incontables ventiscas le cantarían al mar antes de que tocaran tierra firme.

Miró a su esposa. Tenía las mejillas rollizas y rojas y los ojos dulces y azules. A partir de ese momento y por días y días ese trozo de madera sobre el que estaban parados sería su "tierra prometida".

La realidad no desmintió en nada a la imaginación. Muchas veces soplaron los vientos y hubo bautismo de lluvias, otras tantas bramó el mar para enmudecer el canto de las sirenas mientras el sol dirigía su mirada de oro hacia ninguna parte. Tomados de la mano, vieron como muchos días se convirtieron en uno solo, largo y monótono, lleno de incertidumbre.

Hasta que un ave, surgiendo del Sur y agitando sus alas blancas, se posó en la proa del barco. A lo lejos, entre las luces del amanecer, el relieve del horizonte dejaba adivinar el abrazo cálido y cercano de otro puerto...

 

La hilandera

Sentada miro pasar las naves, una tras otra, adivinando ante cada vela su destino, viendo cómo se hunden los remos y atraviesan el vientre del mar con la madera. Las veo pasar como alineadas para la guerra, erguidos los mástiles, desgarrando la piel virgen de las olas que gimen ante el contacto de la proa.

En mayo caen las flores a mi lado y en invierno la escarcha me cubre. El sol del verano enceguece mi lana y las hojas se vuelven ovillos en noviembre.

Un tapiz solo que tejo y destejo, cuenta la historia de cada nave que surca este mar vinoso y dormido. Dibujo en mi mente el diseño y el telar, rendido a mis manos, traduce mi pensamiento.

Tejo cada nave que veo pasar, cada hombre que rema. Bordo cada grito que surge de alguna garganta, la espuma. Una nave da paso a la otra.

Sentada a la lumbre y rodeada de estrellas, quito los hilos de la nave que vi pasar, los brazos, los cuerpos. Las velas caen deshechas por mi viento invisible. El tapiz descansa desierto, sin hombres, barcos cóncavos ni lienzos blancos. Quedan la lana desnuda, las piernas abiertas del telar y mi mano sangrienta que teje y desteje la ruta del mar, el sol, el paso del tiempo mientras la noche se dilata en mis dedos.

Los hombres y sus naves, efímeros juegos, se convierten en hebras, finísimos hilos de delicados colores.

Cada mañana de perlados matices, cuando nace el oro del sol, entonces, empiezo de nuevo.

 

LILIÁN HIRIGOYEN

Escritora, jurado en el área Letras del Premio Morosoli,

expresidenta de la Casa de los Escritores del Uruguay

 

Imagen de portada: pintura de John William Godward


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2024-08-04T20:45:00