Cervantes, Quijote y el lector

Alejandro Carreño T.

Contenido de la edición 14.03.2022

 

Siempre me ha llamado la atención que Cervantes negara la paternidad de su hijo. Primero en el Prólogo de la Primera Parte, cuando dice que no es el padre de Quijote, sino su padrastro: "Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote [...]" (Tomo I, Editorial Zeus, Barcelona, 1968, p. 23). Después, en el capítulo IX de la Primera Parte nos cuenta que las historias del valeroso hidalgo fueron escritas por un historiador arábigo: "Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo" (p. 83).

Estamos hablando de 1605, cuando históricamente la Europa monárquica ya era una anciana centenaria, y el Renacimiento español despuntaba en su reencuentro con el hombre. Esta jugarreta cervantina acompañará al lector durante toda la obra: los 52 capítulos de la Primera Parte y los 74 de la Segunda Parte, publicada en 1615.  Cide Hamete será entonces el autor del Quijote, libro del que Miguel de Cervantes había oído hablar y con el que se encuentra casualmente aquel día en Alcaná de Toledo: "Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote" (pp. 82 y 83). Y por si hubiere alguna duda, se confirma al autor arábigo al final de la historia: "Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio cómo Alonso Quijano el bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había pasado desta presente vida, y muerto naturalmente; y que el tal testimonio pedía para quitar la ocasión de algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente" (Capítulo LXXIV, Tomo II, p. 449). La alusión a "algún otro autor" no es gratuita, pues en 1614 aparece el Quijote Apócrifo, que se burla del héroe cervantino y de la propia manquera de Cervantes, que había perdido la movilidad de su mano izquierda en la batalla de Lepanto (1571). Se ignora el autor de este Quijote Apócrifo, escrito bajo el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda y conocido como el Quijote de Avellaneda, pero se sabe que era de Tordesillas, y así lo reconoce con vehemencia Cide Hamete: "Para mí sola nació don Quijote  y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solo los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero [...]" (pp. 449 y 450). Algunos estudiosos creen que este escritor "fingido y tordesillesco" es nada menos que Lope de Vega. Pero esta es otra historia.

¿Por qué este empecinamiento de Cervantes en "negar" la autoría del Quijote? El bachiller Sansón Carrasco, uno de los personajes más cercanos al héroe, recuerda al "autor" Cide Hamete y lo ensalza por haber escrito las aventuras de don Quijote: "-Dame vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha [...] ¡Bien haya, Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejó escritas, y rebién haya el curioso que tuvo el cuidado de hacerlas traducir del arábigo en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de la gente!" (Capítulo III, Segunda Parte, pp. 32 y 33). Los loores para el "curioso" que lo hizo traducir al "vulgar castellano", son para el propio Cervantes (Capítulo IX, Primera Parte), episodio de Alcaná de Toledo que nosotros citamos más arriba. Recordemos que la idea de la fama ya la había anticipado Jorge Manrique con sus Coplas por la muerte de su padre, (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes) o Coplas a la muerte de su padre (sitio de la Real Academia Española), en el último cuarto del siglo XV. Y la inmortalidad del hombre, que no otra cosa es la idea de la fama, el hombre renacentista la busca por otro camino que no el religioso, como el hombre medieval.

El propio Cervantes, profundo renacentista, envuelve a su personaje con este manto de humana ambición. Don Quijote, desfasado en el tiempo y creado caballero errante por la locura de Alonso Quijano, parte en busca de la fama siempre esquiva, que se solaza vejándolo y zahiriéndolo. Por eso Cervantes no podía escribir una verdadera novela de caballería. Sería como traer a Robin Hood y dejarlo en el centro de Montevideo o de Santiago de Chile para que salvara a los pobres y enderezara entuertos. No, los tiempos no eran para Tirante el Blanco o Amadís de Gaula. El gusto literario había cambiado en la España de Cervantes, y la sociedad no estaba para héroes silentes y argénteos. El Manco de Lepanto escribió, entonces, una parodia de las novelas de caballería. Una realidad distinta donde los hombres de su época sintiesen, no lo sobrenatural como concepción de mundo, sino a uno de ellos, un loco, divagando bajo los cielos de la Mancha sobre un tiempo ya ido, empero soñado.

Pero la pregunta anterior sigue entre signos de interrogación. Y el lector sigue algo confuso, como muchos de mis alumnos que no entienden esta jugarreta de Cervantes, más aún cuando Cide Hamete, como buen cervantino que es, juega con ser uno y otro al mismo tiempo (escuela que Jorge Luis Borges hizo suya como nadie): "solo los dos somos para en uno". Entonces Quijote es el sueño de un loco llamado Alonso Quijano que, a su vez, es la creación de Cervantes (¿otro loco tal vez?) que no es otro que Cide Hamete Benengeli, el autor inventado. Y para que a la confusión nada le faltase en esta lúdica narración que es Quijote, Cervantes se hace presente como autor de su creación: "Válame Dios, y con cuántas ganas debes de estar esperando ahora, lector ilustre, o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote, digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona. Pues en verdad que no le he de dar ese contento [...]. Y no le digas más, ni yo quiero decirle más a ti, sino advertirte, que consideres que esta segunda parte de Don Quijote, que te ofrezco, es cortada del mismo artífice y del mismo paño que la primera, y que en ella te doy a Don Quijote dilatado, y finalmente muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarme nuevos testimonios [...]. Olvidábaseme de decirte, que esperes el Persiles que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea" (Prólogo, Segunda Parte, pp. 13 y 15).  Las flechas apuntan a Lope de Vega.

Cervantes, padre de la novela moderna, que aún hoy nos sorprende con sus desplazamientos temporales, sus narraciones enmarcadas, sus técnicas narrativas, sus espacios que se cruzan y entrecruzan, su lenguaje clásico entreverado con el lenguaje popular de dichos y refranes, sus fantasías y sus personajes que son uno y varios al mismo tiempo, invita al lector a que entre a este mundo de sueños y ensueños, e interactúe con las aventuras de don Quijote y sus devaneos que muchas veces lo confunden: "La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura" o "Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza" (Capítulo I, Primera Parte, p. 40),  y sus propias invenciones de novelista. El poliptoton, como recurso literario genera, por la utilización de varias palabras con la misma raíz, pero diferenciada en los morfemas (RAE), la sensación de caos que vive no solo don Quijote, sumido en el laberinto de sus desvaríos, sino también la propia confusión que se apodera del lector, tanto el ficticio como nosotros, que a través de los siglos lo hemos leído. El citado Capítulo III de la Segunda Parte es un verdadero "simposio literario" en el que se debaten las repercusiones que las aventuras de Quijote y Sancho vividas en la Primera Parte, tienen en los lectores. El "moderador" es Sansón Carrasco que presenta los comentarios a favor y en contra de la obra, en cuanto que Quijote y Sancho entregan sus pareceres respecto de dichos comentarios y del propio autor Cide Hamete Benengeli, con el que discrepan en varios puntos de vista. Quijote se lee a sí mismo, y los personajes de la historia, lectores ficticios, lo leen también.

La idea de la fama, aspiración máxima del hombre renacentista, es una realidad: "-Es tan verdad, señor, dijo Sansón--, que tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la historia: si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes, y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca" (Capítulo III, Segunda Parte, p. 33).  Y el "Caballero de la Triste Figura" comenzó a ser el hombre de Europa, el hombre de América, el hombre del mundo. En realidad, no porque fuese el hombre español, tan vilipendiado por Ortega y Gasset en España Invertebrada, sino por ser don Quijote y su lucha por Ser, que es la lucha de todos los hombres.

Quijote "es una lección de vida", nos dice Irma Céspedes. "En este sentido, el Quijote, con su ejemplaridad y con su lección de humanidad, es una excelente oportunidad para enfocar su lectura como instancia enriquecedora de vida", continúa la académica (Para leer el Quijote, Universidad Andrés Bello, Ril Editores, 2000, p. 123). Una lección de vida que se encuentra en el amor del héroe por Dulcinea, símbolo de la mujer amada, en valores como la amistad, la justicia, la honradez, la lealtad, en la búsqueda del propio camino por encontrarse a sí mismo, aún a riesgo del fracaso y las burlas, en la primacía del bien sobre el mal, de la verdad sobre la mentira, en su lucha por un mundo mejor. La realidad de Quijote, su irrenunciable destino histórico, está unida al espíritu renacentista que se construye en la realización personal. Don Quijote busca la inmortalidad a través del reconocimiento social y del amor de su Dulcinea, sanchescamente encantada. Don Quijote respira amor y justicia hasta en el moho de sus armas, y su consciencia oscila entre la luz y la oscuridad. Sus lectores, mientras tanto, se mueven entre la compasión y la comprensión frente a sus actos. Y con asombro siguen sus reflexiones sobre las armas y las letras, o la sabiduría de sus enseñanzas a Sancho Panza.

Sin embargo, Cervantes, como un demiurgo arrancado de los cuentos medievales, sabe que su personaje no puede imponerse a la realidad impiedosa de los molinos de viento o a la cruda razón de la justicia de los hombres, pero quiere consagrarlo. Quiere inmortalizarlo en su vida y en su muerte (tal vez por eso no quiere asumir la paternidad, porque sabe que el hidalgo manchego debe morir). Entonces surge la poesía. El jinete de Rocinante, que mal se sostiene entre sus huesos, cabalga por las páginas doradas de un libro que narra sus historias, y él las lee. Él se lee en un juego de espejos mágicos y multiplicadores. Y los personajes lo leen también. En el mencionado Capítulo III de la Segunda Parte, Sansón Carrasco debate con Quijote y Sancho sobre sus aventuras de la Primera Parte, y manifiesta la diferencia entre historia y poesía: "el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna" (p. 34).

Los lectores ficticios debaten sobre un libro ficticio escrito por un autor ficticio. Y Quijote, que ya es uno y otro al mismo tiempo, se lee a sí mismo. Para Quijote, sin embargo, entregado a la fantasía caballeresca, cuando los hechos van en desmedro del héroe, bien pueden callarse si ellos nada aportan al relato: "las acciones no mudan ni alteran la verdad de la historia, no hay para qué escribirlas si han de redundar en menosprecio del señor de la historia. A fee que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Homero" (p. 34).

La verdad de la historia no siempre se corresponde con la verdad de la poesía, que es creación. Catón, en De agri cultura, definía la poesía como "árbol feliz", del latín arbor felix ("árbol cargado de frutas"), para distinguirla de cualquier otra actividad infelix. "No hay nada más natural -ni más humano-que "poetizar" [...]. Lo contrario de poesía no es prosa, es más bien ataraxia: no sentir absolutamente nada ante un atardecer [...]. Ahí tenemos explicado el sentido etimológico de ese hacer y deshacer de las palabras, ovillo de emociones, y no, desde luego, de sonetos, hexámetros o tercetos [...]. Otro sinónimo de poesía, esta vez medieval, es 'canción', canzone en italiano. Y no existe en el mundo nada más humano que cantar la alegría o el dolor" (Andrea Marcolongo, Etimologías para sobrevivir al caos. Viaje al origen de 99 palabras, Taurus, Madrid, 221, p. 82). "Hacer" deriva del castellano antiguo, fazer y este del latín facere, que significa "crear, producir, fabricar". Quijote canta su alegría y su dolor con la misma autenticidad con que combate los molinos de viento o defiende la pureza de su Dulcinea.

La fama huele a armadura desencajada en desencajado cuerpo, pero no en la historia, que no es más que la sumatoria de hechos prosaicos donde abundan las derrotas, los molinos, las prostitutas y las ventas, sino en la poesía que rodea a la historia que literaturiza y universaliza. "La fantasía, como se sabe, suprime el mundo empírico, limitado por el tiempo y el espacio, en beneficio de otro mundo donde tales limitaciones no operan, donde la imaginación se explaya sin sujeción a pauta objetiva alguna, y los seres que ella crea, infinitamente buenos o infinitamente malos, tienen un poder desmesurado, se mueven en planos sin límites; están, en fin, fuera de la naturaleza" (Jorge Mañach, Examen del quijotismo, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1950, p. 23). La locura de Alonso Quijano es consecuencia de la lectura de los libros de caballería que, esencialmente, no son más que la construcción de mundos paralelos a la realidad en los que prima la fantasía como hilo conductor de las acciones. Don Quijote y su incansable búsqueda de la fama, la honra y la justicia: "[...] caballero soy, y caballero he de morir si place al Altísimo. Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia, otros por el de la adulación servil y baja [...]; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado entuertos, castigado insolencias [...]; yo soy enamorado [...] y siéndolo no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos, y mal a ninguno [...]" (Capítulo XXXII, Segunda Parte, p. 206). Así le responde don Quijote al eclesiástico que lo ha tratado de mentecato, mandado de vuelta a su casa y que se deje de "andar vagando por el mundo papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen" (discusión en casa de los duques, Capítulo XXXI).

Cuatrocientos años después de la publicación de la Primera Parte, sentado frente al computador, releo por enésima vez la muerte de Don Quijote y me conmueve el hecho más trascendental del texto cervantino: su carácter lúdico entre cordura y locura; entre poesía y realidad. Un pasado de siglos, con merlines encantadores y caballeros andantes valerosos ha secado el seso de Alonso Quijano y lo han alienado. De su locura nace el amante de Dulcinea con sus sueños de hombre bueno.

Cuando en su lecho de muerte, en 1615, el buen hombre que secó su cerebro leyendo tantos libros de caballería recupera la cordura, la historia registra el trivial acontecimiento y asistimos, con profunda tristeza, a su confesión y al llanto de su fiel Sancho Panza. Quien muere es Alonso Quijano, pero no su poética locura, que es la mayor de todas las paradojas cervantinas: la realidad del sueño de un loco que trascendió los cielos de La Mancha para cabalgar en la sinrazón de los hombres que buscan, como él, el amor y la justicia. El sueño sobrevivió a su creador hecho de palabras que sobrevivió a su creador hecho de carne y huesos. Y nos sobrevivirá a nosotros que no somos más que historia y no poesía.

Pero en cuanto la realidad no escriba mi certificado de defunción, yo seguiré literaturizándome en sus páginas y creyendo que su sueño sí es posible.

 

ALEJANDRO CARREÑO T.

Profesor de Castellano, magíster en Comunicación y Semiótica,

doctor en Comunicación. Columnista y ensayista (Chile) 

 

Imagen de portada: ilustración de Gustave Doré

 

 

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2022-03-14T12:40:00