Gonzalo Curbelo (más conocido en la mayoría de los ámbitos como Tüssi Dematteis) encarnaba esa versión de intelectual omnívoro, que cada vez parece estar más en desuso, ya sea por la atomización de la cultura en espacios de nicho, o la hiperespecialización de la academia en terrenos cada vez más estancos. En sus canciones, pero también en sus notas críticas y sus posteos (con fuckyoutiger y dragonlieder como sitios de culto que redefinieron la escritura bloguera de la región) lo personal y lo público se hilaban de una forma compleja e intensa. Así, un texto sobre una caminata en el parque Rodó podía entrelazarse con una crítica furibunda a las nuevas tendencias del arte grafitero, y de ahí saltar a Basquiat, y de ahí a Andy Warhol, y de Warhol a la Velvet Underground, y de la Velvet a los Stooges y de los Stooges a la estética nazi en el punk y de ahí a Einstürzende Neubauten, y de ahi a los petroglifos toltecas y Leni Riefenstahl. Todo esto se realizaba con la precisión y el brillo de un destello de luz sobre la navaja de un asesino de giallo italiano. Pero entre toda esa cuestión pletórica, lo que más cristalizaba las reglas de su mundo interior eran sus obsesiones cinéfilas. Gran parte de los que lo siguieron de cerca en sus recomendaciones se quedarían en primera instancia con su condición de cultor del cine de horror (al que se entregaba de forma más cómoda y alegre que a cualquier otro género), pero sus gustos se ampliaban a films más impensados. Si uno tuviese que definir una especie de ética y estética del universo fílmico del Tüssi, se toparía sistemáticamente con una curiosa puja entre un material vital e hiperviril (bien anclado en los tumultuosos setentas norteamericanos) y una fascinación por la delicadeza de haiku de ciertos films (generalmente de origen nipón, a veces italiano, casi nunca francés) que retrotraía a una forma antigua de estar en el tiempo y el espacio. Tüssi era más que nada un punk conservador, un oxímoron extraño que guardaba íntima relación con su molestia casi intestina hacia las pasiones tristes del cine (donde solía abrazar lo físico y sentimental -la combinación entre Walter Hill y Federico Fellini parece calzar como anillo al dedo acá- por encima a lo intelectual) que se trenzaba con un hondo anhelo o nostalgia de un mundo perdido que quizás nunca existió, pero que él asociaba a la naturaleza y la costa oceánica uruguaya (aunque también a las fuerzas paganas que se escenificaban en The Wicker Man o los rituales celtas de Suite Armoricaine). La espiritualidad fue algo que en los últimos años lo marcó más de lo que permitió a otros ver, pero era una espiritualidad que, lejos de la liviandad new age, abrazaba tanto la luz como la oscuridad, la serenidad como el caos. Este ciclo a algunos les servirá para conocerlo más, mientras que para otros será una suerte de reencuentro, en ese lugar cinéfilo donde las cruces de hierro crecen.
Texto: Agustín Acevedo Kanopa Foto: Javier Calvelo / adhocFOTOS ©
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