Exclusivo: “Libro albedrío en la época de los fake readers”, prólogo del libro de Eduardo Espina de próxima aparición
Eduardo Espina
En estos días se presentará en Madrid, por Varasek Ediciones, el ensayo Libro Albedrío, del autor uruguayo Eduardo Espina.
Contenido de la edición 25.04.2022
Eduardo Espina nació en un hospital cerca de una casa, en Montevideo, Uruguay. Vive en una casa cerca de un hospital, en College Station, Texas. Poeta y ensayista. Ha publicado doce libros. Los más recientes son: La imaginación invisible. Antología (Editorial Seix Barral, 2015), poesía, y Libro Albedrio (Varasek, 2022), ensayos. Sus poemas han sido traducidos parcialmente al inglés, francés, portugués, alemán, neerlandés, italiano, albanés, mandarín, ruso y croata. Está incluido en más de 40 antologías de poesía.
Brindamos como adelanto exclusivo para los lectores de CONTRATAPA el prólogo, titulado "Libro albedrío en la época de los fake readers".
¿ES ESTO EL PRÓLOGO? ¿QUÉ TAN DIFERENTE SERÍA SI LO FUERA? (LIBRO ALBEDRÍO EN LA ERA DE LOS FAKE READERS)
Recuerdo a mi abuela Julia Franchelli de Espina asentir con frecuencia en horas de la noche: «No me interrumpan, voy a ponerme a leer». Siempre me pareció extraña la afirmación. Nadie dice, «no me interrumpan, voy a peinarme», «no me interrumpan, voy a lavarme la cara», «no me interrumpan, voy a ponerme el pijama rosado antes de irme a dormir». Con los libros, es diferente. Hay cierta válida solemnidad en la acción premeditada de dar vuelta las páginas, de cada una que viene después de la anterior. Por eso la abuela lectora debía anunciarlo en forma tajante: «voy a ponerme a leer».
Solía decirlo, además, con tono intimidante, propio de cuando no hay vuelta de hoja, aunque dar vuelta las hojas era lo que se disponía a hacer. Lo decía así, con tono prófugo, para que nadie la molestara y poder justificar en compañía de un libro las horas vividas durante la jornada que estaba a punto de culminar. El viaje que se preparaba a realizar no era de cabotaje. Iba por lo alto en busca de ciertas ideas, islas solo de ellas. Salía a la búsqueda de algo desconocido para vivirlo otra vez o de nuevo: como desenfrenado frenesí de la atención, de regreso al área no pronosticable de un déjà vu dispuesto a dar su visto bueno.
Aunque mi abuela hubiera pasado el día haciendo quehaceres domésticos, o no hubiese hecho nada, absolutamente nada (aparte de dormir la siesta entre las tres y las cuatro de la tarde, como siempre lo hacía), el acto de la lectura le era de gran utilidad funcional a los efectos de corroborar que en esta vida hay asuntos de mayor importancia que otros, que no cuentan tanto y, por eso, pueden con facilidad pasar desapercibidos; sin llegar a ser «leídos», y sin que la trascendencia necesite anexarlos. El camino donde esa tarea acontece no conduce al olvido. Es más bien cauce y parteaguas que nos lleva a lo que queremos llegar a ser, porque no solo se trata de llegar a ser humano. A fin de cuentas, son las palabras de la literatura las que llenan los espacios vacíos de las líneas de la vida que denominamos frases, versos, oraciones, cláusulas con algo más para agregar al desconocimiento por añadidura.
En los tiempos de mi abuela, que no los del #MeToo ni de #CualquierOtroHashtag, aunque tampoco tan antiguos pues coincidieron con los de mi niñez y mi edad escolar, la lectura era aún un acto trascendente, de radical transversalidad. Transportaba a mejores mundos posibles que bien podrían estar presentes en este. Ya no. La lectura sufrió un vertiginoso proceso de caricaturización. Se ha «desintensificado». Puesto que el acto de leer en solitario se trivializó (hoy se lee -y mal- cualquier cosa), los niveles de intensidad mermaron. Las estrategias de asedio, inherentes a una lectura creativa con participación activa de todas las partes, se han debilitado, a la vez que hubo un desmoronamiento y devaluación de los patrones de valor en el mundo que de manera incremental se ha venido a añadir a lo posdigital. Ni la mente es capaz de escapar de los memes.
En un periodo de la historia con mayor cantidad de opciones en materia informativa y en el que triunfa la apoteosis de la dispersión, todo lo real existente impone su condición escrita para ser leído con instantánea trivialidad; desde los eslóganes de los productos anunciados en televisión, hasta los mensajes que a diario reciben quienes dependen de las redes sociales, pasando por los enormes letreros publicitarios (billboards) instalados en carreteras de todo el orbe (incluso en Corea del Norte los hay, pues hasta el comunismo es un comodín de la nostalgia y sigue haciendo marketing de la ideología).
La saturación de contenidos que acompaña la acumulación de palabras sobre superficies desvinculadas de un propósito específico ha creado (con y entre ellas) un vínculo caracterizado por lo torrencial irrestricto, por una suma de pérdidas y displicencias trasladadas al acto de la percepción. El periodo de atención es de cada vez mayor brevedad, de escandalosa nimiedad. Ha aumentado la producción de olvido. La tiranía del clic vive tiempos de esplendor. Como consecuencia, se perdió el relacionamiento con los momentos íntimos del texto, misceláneos o no, en los que la sintaxis sublevada pone a prueba la eficacia de la interpretación.
El aceleramiento de lo que se da por entendido con sospechosa prontitud ha llevado a no saber distinguir una frase innovadora, acuñada con preciosismo detallista, de otra mediocre, producto del playback, la cual caerá en el olvido una vez leída, aunque también a ese pozo infinito irá a parar aunque nadie la lea. Pasan desapercibidos los nuevos paradigmas de lo puede hacer el lenguaje cuando lo dejan ser de otras maneras. Se perdió esa disciplina sin nada protocolar de fondo. El correlato entre escritura y recepción, es ahora asimétrico. El aceleramiento de la lectura no vino acompañado de un cambio de velocidad en la forma de pensar «verbalmente», a partir de cláusulas elaboradas con contenido de fondo. El pensamiento tiene serias dificultades para sortear los momentos textuales en los cuales la complejidad clausular se incrementa. El proceso de detección de novedad colapsa a las primeras de cambio, puesto que es de corto plazo el «arrendamiento» de la atención, como si esta fuera una especie de Airbnb de la lectura.
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En junio de 2006, a los 83 años de edad, José Saramago afirmó: «No vale la pena el voluntarismo, es inútil; leer siempre fue y siempre será cosa de una minoría. No vamos a exigirle pasión por la lectura a todo el mundo» (lo dijo en una conferencia dictada en la Biblioteca Municipal de Oeiras, suburbio de Lisboa). Ha pasado el tiempo desde entonces, pasaron años que fueron unos cuantos en contenido y cantidad, pues pareciera que en el presente cada día sucede algo diferente y la «minoría» a la que refería Saramago empequeñeció. A tanto ha llegado el rechazo a lo trascendente, que «lo escrito», lo que sea, es visto sin sospechas. No hay duda sobre el material a consideración.
Tampoco hay ligereza trágica en el recorrido por las superficies libradas de intenciones. De ahí que la ignorancia se haya convertido en atributo de postín, cualidad de la cual se hace gala, bajo la burda excusa repetida con obscena insistencia de, «no leo libros, pues leo otras cosas» (lo que en verdad 'leen' son frases quebradas, porciones rotas de información, contenidas en tuits y comentarios enviados por Facebook, Instagram, etc., además de los titulares de las noticias del día, aunque no a diario). A tanto ha llegado el debilitamiento del criterio a la hora de expresar pensamientos por escrito, que si las cosas siguen así, pronto la híper simplificación como estilo de vida será considerada beneficiosa también para la higiene personal.
Hasta en la relación superficial con palabras superfluas, que parecieran estar dirigidas al vacío de la escucha aunque por coyuntura las consideremos nuestras, la lectura no acepta ser un acto neutro. Ni siquiera en ocasiones en que tiene la misión de entretener puede serlo. Es un episodio de apelación a lo no convencional, a lo sin porqué y carente de verdad explícita. En la repetición de tentativas hay algo a ser verificado con lentitud de escrutinio, un intercambio que debe completarse, una zona de pleonasmos inadaptados esperando turno.
Nada que no haya existido por completo puede ser corroborado, nada puede considerarse descabellado si no consigue generar antes un efecto 'des-neutralizador' al momento de concluir la lectura.
En tiempos en los que el mundo se aproxima a la cumbre de lo baladí -no es la idea hecha realidad, sino banalidad-, la captación de los intervalos aconteciendo en la sintaxis sufren los daños colaterales de la desatención generalizada. El grado de esta debería ser motivo de alarma. La falta de concentración alcanza niveles predatorios. La desarticulación se ha puesto de moda; amenaza con arrasar la lógica rítmica de la prosodia y de las frases bien comunicadas entre ellas, lo que vendría a configurar el espacio donde confluyen el contenido del mensaje con la forma que le otorga una exterioridad y, también, un estado de prematura belleza, aquella que permite detectar la presencia de frases escritas con rigor gramatical y aspiraciones fuera de lo estrictamente informativo. Por lo tanto, cuando este actor tan fundamental deja de importar, la lectura se transforma en proceso circunstancial aleatorio, de 'pasada por encima', de mirada a vuelo de pájaro; en una actividad anecdótica que sobrevuela sin aterrizar en ninguna parte.
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La nada más absoluta es el modus vivendi de la época. Cada tema es visto como si hubiera una sola faceta a interrogar. Las formas de comunicación preferidas son aquellas en las que queda graficada la gratuidad de lo circunstancial. No en vano, la escritura elaborada, en la cual se nota el trabajo aleccionador de la imaginación en la gramática, sufre un furioso embate desde distintos escenarios de la realidad y de la vida colectiva. En el afán por arremeter contra lo que es percibido como estética intelectual e inaccesible, por el simple hecho de haber hecho pasar a las emociones por el laberinto de una sintaxis implacable con lo accesorio, cualquier momento del habla escrita dominado por la melodía de lo lírico es detestado. Nada cuantificable hay en aquello que no sabemos cómo clasificar. Y la literatura que se atreve a escuchar lo que aún no ha expresado, revela precisamente eso: el estado indomesticable del lenguaje al entrar por donde en verdad, debería salir.
Para mantener a raya la trascendencia se lee con cizaña, pero sin lucidez; se saltean los argumentos minúsculos que residen entrelíneas, en el pozo del habla a donde solo el interés fisgón de la inteligencia alcanza a llegar. El chateo y la chatura prevalecen, habiendo desaparecido el interés por el vértigo lingüístico, por el secreto algoritmo que una y otra vez encripta sus características, por el juego verbal que obra en provecho propio; por el deseo de expandir el auge de la inquietud respecto a lo que puede ocurrir a partir de ahora. Esas lecturas blandas, sin entonación, son todo aquello que les falta. El éxito de la instantaneidad sin contratiempos devino meta colectiva, sin que esté claro qué se entiende por éxito y por meta, que no es metafísica.
¿Será tan definitivo el triunfo de la nada envuelta para regalo, y celebrada por la cultura del like y del dedito para arriba, como si en la realidad pasaran cosas tan importantes para halagar y destacar, cuando en verdad -razón informa- no es así, y los asuntos planteados en uso de un pensamiento inquisidor son la notoria excepción? En todas partes ha venido disminuyendo a pasos agigantados el número de quienes buscan la compañía de aquellas palabras que no informen de nada y reciban al curioso lector con el gesto hospitalario de una belleza a contramano, ni funcional ni utilitaria. Su entereza está en ser mensajeras solitarias de su propio acontecer interior, no en integrarse a un plan de sentido esporádico.
Desde que la página, con la complicidad de la tecnología disponible, comenzó a prescindir del soporte papel para transformarse en multimundo de realidades superpuestas, la lectura entró en crisis. Ya no se lee buscando el núcleo de interioridad de las cláusulas. Se va hacia los costados, en desplazamiento auspiciado por la facilidad y velocidad con que las palabras aparecen, desaparecen, y reaparecen. Están ahí como meros artefactos decorativos de la retórica más básica, cuyo mensaje no costó demasiado tiempo elaborar, por lo que puede ser aceptado al instante. Resulta difícil, por no decir casi imposible, que en el acto de 'leer en movimiento' la atención genere pautas de descubrimiento situadas en la interacción de las palabras al momento de funcionar a favor de lo inesperado, que bien puede ser un mensaje al desbordar el mero margen retórico donde hace acto de presencia.
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De esta manera, puede advertirse que el lector actual no solo está muy mal preparado para leer la literatura que podría considerarse «difícil» (toda literatura original y valiente lo es), sino también aquel tipo de sintaxis que supere lo elemental y básico de una comunicación escrita pensada para comunicar algo en forma oral. Cualquier tipo de escritura de la imaginación que trascienda los límites de lo descriptivo, es considerada inaccesible. En lugar de enfrentarla con un intento de interpretación y aprovechamiento de sus enigmas, resulta de inmediato rechazada. Ni por asomo pasa a tener presencia en el inventario de lo menos pensado.
Puede entonces concluirse que el procesamiento de la información, sea personal, noticiosa o literaria, experimentó a partir de la primera década del siglo XXI un desacomodo radical, impidiendo que determinadas regiones del contenido resalten su condición de primordialidad. Tampoco el lector hace mucho para exhumarlas. La dimensión del registro queda minimizada. El recuerdo instantáneo de las frases visitadas desaparece. Tal pareciera que se lee para olvidar lo leído, no para recordar esas frases particulares que han interpuesto un registro de diferencia en la lectura y llevan pronto al gozo, si les seguimos el juego.
El paradigma predominante, ectópico y no relacionable con una realidad retórica al alcance de la interpretación lógico-deductiva, escapa al mundo de la metáfora. El sortilegio es el teorema, y responde a la erudición de la intuición. El mundo es primero una palabra, después, lo que les pasa a ambos cuando entran en desacuerdo. Podemos por tanto llamar 'literatura', a todo aquello que les ocurre; con sus excesos inciertos, sus etimologías, con su turno en la mente para decirlo cuanto antes. No se han propuesto simbolizar lo que ya son.
«Leer es pensar con un cerebro ajeno», dijo con cerebro propio Arthur Schopenhauer. En nuestros días, el lector le tiene horror a las escrituras tilingas y ajenas provenientes de la locura de lo cuidadosamente elaborado, cuya tarea ejemplifica una colisión de estéticas al rescate de bellezas carentes de nombre, situadas entre lo antiguo y lo muy actual, entre lo anacrónico y un haz de futuridades. Al leer con "cerebro ajeno" se les otorga una voz (las que sean necesarias) a las estrategias de la mente mientras escribe, tratando de saber todo lo que le acontece cuando a la marcha va cambiando de temas, sin quedarse en ninguno.
Desde mucho antes de que San Juan, discípulo preferido, escribiera el Apocalipsis dejando en claro que a la verdad de las cosas inciertas solo resulta posible llegar mediante la revelación de lo incomprensible (no en vano en inglés el libro se llama Book of Revelation), la literatura ha sido cedazo de desafíos diversos, sitio para esparcir inquietudes, fragmentos de la mente en movimiento, jamás un estado del lenguaje para auspiciar calma y complacencia. La escritura que apela a metáforas y metonimias nunca se ha atribuido a sí misma el aura de ser entretenida, más bien, lo rechaza de manera sistemática. El gato no pasa por liebre, aunque hoy en día hay quienes saben cómo disfrazarlo muy bien, y hasta hacen al felino más veloz.
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En «Rainbow In The Dark», canción ideal para cuando lo que ya no importa comience a importar otra vez, canta Ronnie James Dio: «You're just a picture, you're an image caught in time / We're a lie, you and I» ('Solo eres una imagen, una imagen atrapada en el tiempo / Somos una mentira, tú y yo'). En ese ritual de imposturas y pantomima, en el que pocas realidades se salvan de convertirse en señalamiento de alguna forma de engaño, el lenguaje subsiste encriptándose, recurriendo a la lógica del artificio, del postulado verdadero del embuste. Con esas metas y fines, la escritura da rienda suelta a la lateralidad de ciertas instancias del pensamiento en estado de libertad (hay una gramática que los patrocina), en situación inverificable apenas llega el momento. Parece estar diciéndoles a las ideas, «sálvese quien pueda».
La relación con la intransigencia es catártica. Al postergarse el desenlace, el lenguaje se satura de perplejidad yendo en la misma dirección de puntos suspensivos que en lugar de tres bien podrían ser seis o sesenta. Las palabras se hacen cargo de cualquier realidad que suceda en los alrededores de su interior. Las conclusiones, que al postergarse confirman por anticipado su desaparición, dejan a la paradoja sostenida en una telaraña de oportunidades encontradas, como si hasta ahí llegara lo que tenían para decir y que pasó ahora a pertenecer al lector una vez activada la transacción: para que lo continúe y, si quiere, que lo (de)termine mediante la interpretación, una de las formas de asediar los destellos del idioma al montar su espectáculo ambulante, uno de atisbos y desacuerdos a nivel general.
Perito de sus peripecias, el autor existe a partir de palabras. Entre medio no hay intermediarios, tampoco tiene inconvenientes en activar un régimen de tensiones sostenidas, con su correspondiente dosis de trabas, de inauguraciones frásticas recientes. Cada frase se transforma en ópera prima. Como tal, en plan de desestabilización, encabeza un total replanteamiento de las certezas. Como tantas otras cosas en la mente cuando no es solamente imaginación, y con el afán de sorprender a propios y ajenos, el autor se transforma en un unabomber de filologías. Atenta, detona y contradice. Dice para ir en contra. Está a favor de lo opuesto. De sus cortocircuitos puede esperarse una iluminación sin medias tintas. Quiere que al adentrarse en el lenguaje, la mente se sienta indispensable.
«You know what blood looks like in a black and white video?» ('¿Sabes cómo se ve la sangre en un video en blanco y negro?'), dice un verso de «Lake Marie», canción de John Prine (me vino a la cabeza justo al terminar de escribir el párrafo anterior). El acto de la lectura es algo así de similar. Configura una ecuación retórica y mental planteada a manera de pregunta incondicional, instantánea. Al paso le sale un montaje de presencias, 'un hacer en desarrollo' con forma de rompecabezas siempre a punto de insinuarse. Se enfrenta al discontinuo estruendo de lo que viene desde antes, de quien sabe cuándo o dónde (porque en alguna parte hay un dónde donde permanecer), y no encontró motivos para modificar su velocidad.
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No hay con qué darle. Sin someterse a ninguna índole en particular, sin necesitar levantar la voz para comunicar sus expectativas (nunca desmedidas), el lenguaje entra en una máquina del tiempo que solo sabe ir hacia delante. Las palabras menos pasables fueron las pensables. Hacen aparecer desapariciones. Conforman frases entre comillas que anticipan vidas pertenecientes a quien las ha escrito. Perciben lo insólito en presencias ausentes, en ideas hechas sintaxis que se pusieron a decir por su cuenta; en cuotas de intensidad y precisión desiguales, como si necesitaran ser llamadas para decidirse a venir, como si no les importara demasiado. Son frases que no están de paso, que no han llegado para irse tan enseguida. Vinieron a informar sobre lo que les pasó camino a un significado omiso. Cada una es un lugar que reúne ámbitos diferentes. Sus efectos jerárquicos y duraderos, a plenitud, provienen del momento clave en que de improviso coinciden lo inesperado con lo desproporcionado y lo fortuito (es la mesa de disección del Conde de Lautréamont), y la tergiversación tiene orientación metafórica, invitando a recalar en lo que acaso podría ser otra cosa y muy diferente, porque lo es, y no la conclusión o el inicio de una finalidad que lleva a eso mismo que se estaba esperando ocurriera de un momento a otro. Podríamos considerarlas simetrías inversas que anticipan el regreso al emplazamiento del cual, en verdad, nunca se ha salido.
Asumiendo el papel de estribillo de una dinámica verbal en vías de extinción, las frases van en pos. Solo lo que son los sigue. Asumen su condición de ritual de postergaciones. Se enteran de todo, y nada las hace cambiar de propósito; no se conforman con saber solo lo justo. Son frases que se apartan del montón para ejercer su privacidad, que no pierden la ocasión de ser factibles apenas alguien les preste atención. En un acto de concentración pura, están siempre del lado de lo que les acontece, desencadenando actos de desapercibimiento que propician introspección.
El privilegio de la escucha entra por los ojos, puesto que la lectura capta la cadencia de las palabras libradas de su anonimato. En esas fracciones de segundo en que la mente privilegia a la vista, por considerarla receptora de algunos de los primeros significados, hay una transacción de magias sin adversidades, de imágenes hostigadas por su porvenir de hoy pasando por mañana, para poder algún día empezar. El lector conversa con otro oyente; ¿quién es?: el lenguaje de la literatura.
Es aquella literatura -en la que este libro se siente incluido, hace al menos el intento- donde se agrupan palabras para alejarse de lo exclusivamente informativo y cotidiano, de lo que no tiene condición introspectiva, de todo aquello que jamás será noticia de último momento. Escriben su autobiografía para ir por partes. Son esas, a disposición del largo viaje a un recinto inesperado, las palabras a las que dejamos hablar, para que hablen solo de ellas, si quieren. Acortan la distancia con los sentimientos que buscan representar.
Eso es de lo que hablamos cuando las dejamos decir, como pidiéndoles que no se apoltronen en cualquier seguro confín del habla. Las imágenes las necesitan, también el pensamiento al salir a la busca de un desorden superior, porque ahí, entre la nada que desconoce sus cortapisas, puede aparecer lo nunca supuesto. La única verdad que conoce, es aquella que más desconoce.
Cada poema, cada ensayo, en los que también el habla quiere imaginar, es un spoiler cuyo cometido no busca adelantar nada en particular. Anticipa, sin realmente hacerlo, las características de una película en la que solo actúa el lenguaje, protagonista monológico, aunque en verdad, es el lenguaje perteneciente a otra película. Obliga al lector a decidir si se queda y lo intenta, o tira la toalla; si apuesta a huir de lo que no sucede como relato o conocimiento explícito (ni tampoco trata de un único tema), o se queda a disfrutar del escapismo hedonista en que lo inhabitual no queda del todo descartado.
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Agrimensoras del acto de establecer coincidencias y disimetrías, las palabras saltan exultantes al escenario a pregonar, pues para eso están: «ahora hacemos lo que nos da la gana». ¿Está el lector preparado para gozar o conmoverse con los aspectos de un mundo alfabetario con el cual apenas se está familiarizando? ¿Tiene la contraseña mental como para entrar sabiendo que parte del pacto será quedarse y asentar su dominio, ejercer de protagonista?
Con sus idas y venidas a través de instantes sin visaje que no pudieron ser abandonados, el lenguaje literario define su condición de espacio al servicio del tiempo que queda fuera -o permanece de otra manera- en el momento de la lectura. Mediante una sincronía de inquietudes que lo condicionan a mantener vigente su novedad, a no dar tregua al raciocinio cuando marcha a la deriva, desparrama aconteceres propios y subyuga. No da tregua a la velocidad de los usos y costumbres actuales, caracterizados por el dinamismo y el permanente borrar en todos los órdenes.
No obstante, las convenciones de esa actividad llamada «literatura» han sido alteradas. La labia trabaja en dirección opuesta, ni favorable ni contraria a su decir expansivo; una de confidencialidad y configuración estricta. Pasó a depender de palabras reunidas por el azar y la razón, las que se han quedado más tiempo de lo previsto, bastante más de lo que suponíamos. Su rango se hizo irreconocible. No son cláusulas que se detienen a dejarse interpretar. Les hace bien sentirse inadaptadas 'a las intenciones de orden al servicio de la interpretación del pensamiento'. No podemos considerarlas epifenómenos varados a mitad de camino por propia decisión, no todo es ver lo que las frases exhiben.
Como si emularan aquello que nunca llegarán a representar, se transforman en icebergs construyendo su trayecto hacia abajo y que pueden ser recién divisados cuando el barco los embiste, saliendo al campo de batalla de la dicción para sentirse 'como en casa', en un archipiélago de cese y reinicios donde nada ni nadie sabe con certeza cuál de todas puede encarnar la idea principal. Tampoco tienen problema en hacerse pasar por nociones sucesivas cuando la ocasión les llega.
En un contexto histórico de hablas devaluadas y de escuchas interinas (¿puedes oírme ahora?), las palabras, ergo, las palabras de la literatura, son actrices de una comunidad de hechos sucesivos, situados al borde de lo inexplicable. Se regodean en su intransigencia, en su constante discrepar con lo que pueda salirles al paso, invitando a imaginar zonas intransitables en transición. En el reparto de papeles se prestan mutua atención, dejándose conocer de cerca aunque no estén tan próximos por entero, en la complicidad de su (póngale el adjetivo que prefiera) presencia. Aparecen y desaparecen como si de ese acto de des-familiarización dependieran. De ahí que la performance del elenco desafíe a la perfección formal, en caso de que haya tal cosa de dudosa idealización, y quede al servicio de algo más que el encuentro con una verdad improvisada, la que cada tanto hace su aparición para vivir en un pensamiento por separado. Es el trabajo que la literatura mejor sabe hacer.
En las páginas, en el espacio que solo puede ser exclusivamente de ese modo, presenciamos escenas como de cine mudo, en las cuales entendemos lo que está pasando sin requerir de palabras ulteriores para explicarlo y enviarnos así a una dimensión diferenciada, más allá de la originada por ese instante de ruptura impremeditada con las expectativas.
Por eso resulta imposible permanecer indiferentes a lo que no sucede del todo ni por completo, a los detalles entrecortados que impiden disimular el embellecimiento de la realidad empírica a partir de vocablos actuando de a poco, como muy de vez en cuando. Les pedimos que nos digan lo que el lenguaje acaba de decir. ¿Qué más dijo? A consecuencia de esto, de la noche a la mañana, el texto se transforma en una sincronía de amagues y dilaciones que postergan el momento resolutorio, el paso del trance al desenlace.
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La época ha condenado a una cantidad de prefijos a la obsolescencia; uno de ellos es «re». La rescritura y la relectura están en vías de desaparición. Las escrituras livianas triunfan, aquellas que buscan complacer las pedestres exigencias de un lector al que solo le interesan y atraen textos con un arsenal retórico y sintáctico caracterizado por la claridad, por historias que no presenten dificultades a la hora de ser contadas, por poemas que trasmitan «mensajes inmediatos», ideas y sentimientos fácilmente detectables.
Por consiguiente, podríamos concluir por anticipado que la falta de literaturas de innovación está relacionada con las formas de pensar y leer que han dejado de actuar a contracorriente. El lector actual tiene fobia a cualquier dispositivo textual que desafíe la interpretación o la ponga en entredicho, que altere -pese a vivir en un mundo 'hipertextual'- el proceso de lectura unidireccional carente de dinámica recombinatoria. Por todos los medios, que son los de la mansedumbre, evita insistir sobre lo que no es tal cual lo había imaginado, como si le temiera a la instantaneidad de un ritmo neurótico y desacatado que va cambiando de parecer a medida que aparece. En ese contexto divulgativo, la relación entre autor y lector no es ya de ida y vuelta.
Al desconocer, por falta de interés, el acceso a un tiempo imposible de acotar, el lector se exaspera cada vez que aparecen cláusulas largas para disfrutar con morosidad, lo más lejos posible de la cronología. Con el reinado de la homogeneización, y con la curiosidad en crisis -la paciencia ha sido linchada- el lector lee con el piloto automático en «on», sin aterrizar en ninguna parte, haciendo que las cosas que se están llevando a cabo en situación de realidad permanezcan sin interrogar. La nada en desarrollo pasó a convertirse en precepto. En primer plano se filtra lo anodino. Antes la lectura podía ser tanto horizontal (narrativa interpretativa) como vertical (poética intuitiva).
En su afán por participar lo menos posible del proceso de pensar a partir de palabras que esconden sus intenciones, el lector entra a los textos con la idea de encontrarse con lo superfluo cuanto antes. Tal como podría esperarse, en esta devaluación de las expectativas, entre las que figuran las del conocimiento cuestionando su eficacia, hay daños colaterales. El lector inicia una operación de desdén de aquello que de antemano no está interesado en leer por no pertenecer al vocabulario de las circunstancias.
Cuando el muy parlanchín Polonio pregunta: «¿Qué estás leyendo, señor?», Hamlet responde: «Palabras, palabras, palabras». En el apresuramiento caracterizador de la lectura de hoy, ¿cuál es la forma metafísica de la que toman posesión las palabras? ¿Hay alguna? Los textos se leen como si fueran fotografías, sin hacer el intento por saber qué hay debajo, sin siquiera preocuparse si de veras hay algo. Es una lectura a capella: a la orquesta le falta el acompañamiento del asombro y la complicidad creativa para mitigar las restricciones de la interpretación.
El tiempo cualitativo de la lectura ha sido arrasado por un cambio notorio, radical, en la forma de administrar la temporalidad. Leer significa asociarse al ritmo de la prisa, entrar en sintonía con un apresuramiento; ya no se lee, se elabora un proceso de síntesis, según el cual, la información debe surgir resumida en la menor cantidad posible de intervalos de atención. Se constata además, una acumulación de bienes concretos, una superflua celebración de lo inmediato, sin otra finalidad que el esparcimiento. La literatura debe entretener. Es un pasatiempo más.
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Un ser humano es lo que lee y su mente tiene en cuenta. El conocimiento de sí mismo y de la realidad a la que pertenece se fundamenta en el material proveniente de sus lecturas. El proceso de la sinapsis deja consecuencias duraderas. No obstante, si bien la noción de que un libro puede cambiarle la vida a alguien no perdió del todo validez, hoy resulta utópica, alejada de las tendencias en boga que definen al presente. Los hábitos de lectura que han caracterizado a la modernidad, la temprana, la del medio, y la tardía, no son ya contraculturales; rechazan cualquier desafío a la normatividad lógico-racional que puedan contener las frases, el poder desorientador de estas. El pensamiento de la imaginación, aquel que con audacia viene a ocupar los espacios del lenguaje en los que nada sucede -seguida, no sucesivamente-, salvo la escritura ocupándose de su propia índole, es desdeñado.
Ante una audiencia generalizada, a la que le encanta estigmatizar el enigma, la literatura de innovación y contrastes reposiciona su condición de ser salvoconducto de bríos. Cumple con el anhelo principal de la palabra desde que el ser humano utiliza signos no solo para comunicar información, porque la meta irrestricta de la escritura creativa es alcanzar aquello que falta por saberse sobre lo absoluto o inexpresable.
El hecho de no expresar nada en particular es también una perseverante forma de conocimiento. Pero, aunque las apariencias -sin engañar- puedan hacer pensar lo contrario, no se trata de que las cláusulas sean conjeturas duraderas, astucias favoritas del acto de dudar, como en cierta forma lo es cualquier forma de desconocimiento al comunicar lo que sabe. Los cruentos vericuetos de la expresión deben ser llevados al límite de sus posibilidades, para corroborar qué pueden expresar más allá del decir mainstream.
Convertido en gurú de escrituras tabúes, el escritor que desafíe la tiranía de la linealidad lógica deductiva, que exalte la belleza ética del lenguaje al modificar sus intenciones en medio de una frase, pone de relieve un mar de lenguajes y circunstancias expresivas ajenas a cualquier normatividad. Las que pone en circulación, son palabras relatando su autobiografía no confirmada, que bien puede referir a realidades no consideradas por el lenguaje. De ahí que un buen texto literario, exigente con su compromiso estético, complacido por haber pactado el desafuero de lo sistemático, no sea un lugar al que se llega, sino un haz de estados transicionales.
En esos códigos de comportamiento de la mente al adentrarse en el lenguaje, en los que la prontitud artificial del tipo WhatsApp carece de influencia y presencia (triunfa la parsimonia), el régimen de visitas no estipula un orden pre-establecido, mejor dicho, es otro el ordenamiento que se impone para hacer al mundo legible y dejar hablar a sus realidades. Salvados los contratiempos de lo exhaustivo, despunta una entonación de etimologías que vienen al caso, caracterizadas por el constante mapeo de detalles, en los que las cosas no se acostumbran a coincidir así porque sí tan fácilmente.
Si bien no hay retorno a los tiempos de Alonso Quijano, cuando la lectura era registro de sublime lentitud y contentamiento con lo inservible en apariencia, surge una modalidad de existencia, la cual se instala en la demora de los vocablos que no se proponen informar, en los que la vida encuentra un tiempo que no está localizado en las cosas acostumbradas de todos los días.
Esa escritura que recupera el contento de lo que solo puede existir despacio, mete a las palabras en la conversación, recompensa a las cosas buenas del decir. Lo extraordinario saliendo del idioma literario, así sea este considerado jeroglífico ilegible, entra en litigio con lo predecible, con la prosa cotidiana cuyo principal intento es explicar.
En las cada vez más escasas literaturas de innovación, ambidiestras y polímatas, figuras de culto en el mapa de lo muy nuevo que a sí mismo debe definirse, el lenguaje elige ser su propio doble, ya no intermediario de nada ni de nadie. Mensajero repartiendo sus propios mensajes, no tiene entre sus intenciones ser el cartero del mundo. Su pensamiento escribe al revés para desdecirse y decir a partir de un 'desde' ilocalizable. Al hacerlo, deja de reconocerse, iniciando un ilimitado ciclo expresivo en la posibilidad.
Su embestida, tanto a la noción de sentido como a cualquier afán por significar una realidad de propósitos definitiva y determinada, se concreta apenas las palabras fijan su perspectiva en una dirección, pero terminan apareciendo por otra. Es esa, tan proclive a la duda y al distanciamiento de cualquier tipo de reconocimiento marcado por la veracidad, una situación similar a la de aquel individuo que mientras intenta cruzar una calle londinense, es atropellado por uno de los tradicionales ómnibus rojos de dos pisos: por haber estado mirando hacia la izquierda, cuando los vehículos en ese país circulan por la derecha.
El sentido ausente (o en construcción) es lo que se arraiga al final del camino recorrido por las palabras cuando convierten a cada entramado clausular en un sendero independiente hacia, en un suceso no necesariamente asociado a una conclusión prematura, en un atajo al pensamiento escenificado. En este aspecto, el cambio de rumbo y tendencias ha sido drástico. Hoy lo único capaz de interesar es aquello ya conocido (o que se cree conocer) y que requiere un mínimo esfuerzo de comprensión, ergo, de tiempo invertido por página durante la lectura. Todo va tan acelerado como una ojeada fugaz. Que un lector joven se interese por palabras escritas cuya intención no es informar simple y llanamente sobre hechos cotidianos de actualidad, y que además están impresas en papel, resulta una hazaña fenomenal.
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El rango y capacidad de atención durante el acto de la lectura vienen a la baja. Alguna responsabilidad ha de tener en esto la no muy lenta desaparición de las palabras editadas y publicadas en papel. La vida de libros, diarios y revistas dejó de depender de formas impresas. Hay indicadores irrefutables. Lo pude constatar no hace tanto. De unos treinta y pico de jóvenes con edades entre 19 y 28 años que conocí durante un simposio en China en noviembre de 2018, todos con formación universitaria y, por lo que pude ver, lectores sagaces y con capacidad de discernimiento, ninguno había leído nunca un diario en papel. Y, con toda seguridad, nunca lo van a hacer.
Además, en China a los diarios no los usan para envolver las bananas, tal como ocurre en las ferias callejeras de América Latina (donde también la basura está envuelta en noticias). Por lo tanto, jamás llegarán a tener en sus manos una hoja de papel diario, en la cual leer el horóscopo o el pronóstico del tiempo de dos o tres semanas atrás, correspondiente al día en que la lluvia los atrapó a la salida del metro de Chengdu.
Lo extraño, para quien haya crecido con la noción de que leer informaciones impresas suponía mancharse los dedos con tinta, es que cuando les pregunté a los jóvenes si leían diarios, todos respondieron de manera afirmativa: el diario lo leían en su teléfono celular y, según me informaron, también de esa forma lo hacían sus padres. En esa pantallita luminosa, ¿de qué forma se pacta el acto de la lectura? ¿Cuál es el grado de atención invertido en el pasaje de una frase a otra, y de ahí, a las demás?
En un país como China, con una población de 1.403.500.365 habitantes y en vías de monstruoso crecimiento, hay cientos de diarios de circulación regional, varios en cada megalópolis, pero si uno considera el tiraje de la mayoría, casi todos matutinos, quedará sorprendido por lo ínfimo que es. Si bien los chinos tienen conocimiento de los principales medios informativos en formato diario, dentro de la mayoría de los lectores hay un número grande que prescindió de manera definitiva de la versión tradicional impresa. Lo digital no solo representa el futuro a la vuelta de la esquina, sino que es el presente en tiempo pasado.
En Estados Unidos, pocos días después de la visita a China, hice la misma pregunta a un sector poblacional con el mismo promedio de edad, y todos -menos uno- respondieron que las noticias y comentarios provenientes de los diarios las leían en su teléfono celular o tableta, aunque, a diferencia de los jóvenes chinos, varios de entre los estadounidenses habían leído al menos una vez un diario en formato tradicional en papel.
Como dato interesante cabe mencionar que en universidades y colleges estadounidenses, una suma superior a las cuatro mil, y en las cuales de lunes a viernes se edita un diario hecho por los estudiantes, estos en su gran mayoría prefieren leer la versión digital, por más que la edición impresa se reparta en forma gratuita dentro del campus y en locales aledaños. Salta a los ojos, sin vuelta de hoja, que no se les puede imponer la tangible condición de la página impresa a quienes crecieron con la pantalla como intermediaria de todo lo que tenga palabras escritas y comunique información de vigencia perecible.
Habrá por consiguiente que cambiar la manera de interpretar e interpelar la realidad de las circunstancias: no solo se trata de que el papel esté desapareciendo de la ecuación informativa, es que hay quienes nunca han estado expuestos a su uso, a mancharse los dedos de tinta. Crecieron sin necesitarlo para tener acceso a la información.
Dadas las actuales circunstancias, queda claro que el desafío no se resuelve exacerbando la nostalgia por aquello que perdió protagonismo en años recientes, sino estableciendo las características de la emergente masa de lectores, la cual, a diferencia de sus ancestros, lee tanto como escribe (hoy se escribe mucho más que en los tiempos no tan lejanos de mi abuela y de mi infancia), aunque una cosa como la otra, lectura y escritura, estén sujetas a una idéntica característica: la desatención, y la proliferación de mensajes desarticulados al borde de la agramaticalidad.
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¿Qué es lo que la gente lee cuando dice estar leyendo? ¿Qué lee, mientras lee? ¿Es una lectura horizontal o vertical, narrativa-deductiva, o poética-intuitiva? ¿Es una lectura para «conocer», o solo para «enterarse» de algo que ocurrió en la 'realidad vigente' y que en la mayoría de los casos expira con alarmante prontitud? ¿Cuáles son las características que definen hoy en día al acto de leer? Estas son algunas de las preguntas que tanto difusores de noticias como profesores en cualquier nivel de la educación básica o superior debieran estar planteándose, sobre todo, en momentos en que la historia se desplaza con inaudita premura sin que nadie sepa bien hacia dónde, y si tal «dónde» es en verdad verificable. Los datos referidos al estado actual de la lectura resultan impresionantes en varios sentidos.
Quien hoy recibe un promedio de 30 mensajes de texto por día, olvida en horas de la noche el contenido de los primeros mensajes que leyó en la mañana. Si todas las eras, cuyo tiempo de existencia resulta difícil de medir con precisión, han tenido una denominación, también la nuestra califica para tener una: la era del olvido y la desatención. Por consiguiente, otra pregunta obligatoria se agrega al amplio menú de interrogantes al acecho. Si se lee tan mal, ¿cuáles noticias podrían aspirar a mantener vigencia en el periodo temporal de una jornada, que va desde las primeras horas matutinas hasta las últimas vespertinas, considerando que no habría jerarquías entre las noticias y todas tendrían el mismo poder de apelación?
La última gran revolución de la atención la inició el maguntino Johannes Gutenberg alrededor de 1440. Con la invención de la prensa de imprenta con tipos móviles, la lectura adquirió una privacidad inaudita, «de película», en tanto la mente comenzó a tener un registro de documentalismo cinematográfico. Cada página pasó a ser algo así como el fotograma inmóvil de una escena en desarrollo, en cuyo interior las palabras hacen las veces de las imágenes. La intimidad del conocimiento mediante la interpretación de las palabras halladas en una página obligó a la mirada a pensar con cuidado, cada vez que se encontraba con una asociación concentrada de signos.
La intensidad del entendimiento aprendió el valor del máximo esfuerzo, de la concentración en cada segmento de escritura que pudiera aportar pistas para completar el rompecabezas del sentido. Por entonces, y durante los tiempos de la historia que llegan hasta antes de ayer, una frase bien escrita quería comunicar bastante más que solo la capacidad gramatical y retórica de quien era su autor. In illo tempore había en juego emotividad, dramatismo, ideas sin desear decirlo todo de una sola vez, indicios de intimidad sin sosiego. Cada cláusula implicaba perspicacia, visión de la interioridad que hablaba, conocimiento de las aptitudes retóricas del yo al desacatarse, y en ocasiones, más bien infrecuentes y exclusivas, cuando la buena literatura hacía su aparición. Implicaba acceso a un tipo de belleza sin utilidad funcional.
Así pues -y tal cual destaca sin que sea necesario reiterarlo-, el asunto no pasa por si la nueva generación de lectores, aquella que creció con la parafernalia digital, lee o no diarios (revistas, semanarios, etc.) en papel, pues la historia de la humanidad es la historia constante de los reemplazos. El papel sustituyó al papiro, y lo digital al papel. Es demasiado tarde para rebobinar y nadie, salvo las fábricas de papel, está interesado en regresar al mundo de antes que, lo mismo que los actores al final de la obra teatral, desaparece haciendo mutis por el foro.
Si la caducidad del papel fuera el único problema a consideración, entonces no habría contratiempo alguno. Pero la cuestión reviste mayor complejidad y afecta de inusitadas maneras a nuestro relacionamiento con las palabras y con el conocimiento, sobre todo en relación a aquellos hipotéticos lectores que crecieron sin la presencia cohesiva y rigurosa de libros, diarios y revistas organizados bajo la égida del papel, esto es, los que cuentan con soporte fijo para codificar el inapelable proceso de la lectura.
Al desaparecer la lectura unificada por la aparición de súper o hipertextos, de espacios gratuitos con múltiples entradas y salidas, la falta de concentración pasó a incluir el retaceo de las estructuras, tanto a nivel de la frase como del párrafo. Al saltearse lo fundamental, lo elemental triunfa. Las lecturas son incompletas. Por consiguiente, si hay fake news (concepto que va más allá de la traducción literal «noticias falsas»), existe también un fake reader, un 'lector falso', que no lee, que ya no sabe leer, que solo «ve»: palabras desfilando a prisa ante su mirada desatenta sin generar realidades intrínsecas y colaterales en el pensamiento y, por ende, sin implicar en el proceso a la abstracción, la cual resulta imprescindible para generar y acceder a cualquier tipo de conocimiento mayor.
Ese lector circunstancial «ve» palabras que le fueron enviadas no siempre con un propósito establecido a priori, o bien que encontró de manera azarosa en la web y son parte de una noticia de actualidad, de un mensaje conteniendo información personal, de un texto literario, de un aviso publicitario, o de cualquier otro ente escrito que para existir necesite de palabras organizadas en torno a una gramática establecida. Por temor al disenso con lo supuestamente incomprensible, veámoslo de esa manera -todo aquello que por escrito escapa al relato realista claro y llano-, el ethos de la lectura, que encuentra su estado de encumbramiento en el disfrute lexical y sintáctico sin sentirse amilanada por el exceso interpretativo, entró en fase de irreversible fragilización. Ardió Troya, y sus cenizas esparciendo consecuencias representan la posdata de una época en disolución. Por consiguiente, el dilema convertido en desafío es hacer que el lector deje de «ver» únicamente superficies y regrese a la lectura. Ahora, sin la ayuda del papel.
En un mundo de realidades itinerantes, de certezas en transición, de avatares fieles a su condición ilusoria, las palabras interrogan a la mirada respecto a la respuesta que debe dar (hoy leer es ver). Se integran a ese canon de existencias sucesivas y en ocasiones superpuestas, anunciando lo que vendrá, así sean causas sin objetivo y deseos sin objeto, hasta que al final lo que iba a venir queda pospuesto. La conversación es con un tema postergado, con un tiempo abstracto de semi absolutos, a pesar del cual, nada habrá de suceder: ni en parte, ni por completo. A esa conversación de abisal intimidad pocos se animan a iniciarla, y menos son quienes saben de qué se trata.
Tan devaluada está la práctica de prestar atención durante el acto de la lectura, que en el intangible mundo del futuro (comenzó ayer) la encrucijada a resolver tendrá a la vista una única alternativa: habrá que escribir para quienes no se han rendido ante el desafío de las palabras cuando las cláusulas las hacen coincidir, no solo para estar juntas, sino para decir 'algo' de la mejor manera posible con la complicidad de la imaginación: de la forma cómo no lo dicen en un diario, en una revista, en un blog, en cualquier plataforma de contenidos pasajeros, y menos, en un libro diseñado para ser best-seller y destinado, vaya paradoja, al público que no lee libros.
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Escribir, es enviarle cartas a las palabras. Resulta raro a esta altura de las épocas recurrir al verbo 'cartearse', pronominal. Ya casi no quedan registros epistolares, cultores de la lentitud compartida, entre quien escribe y quien lo lee. Con la maldita costumbre de mandar tuits y correos electrónicos que a los cinco segundos o antes de haber sido leídos se olvidan y quedan borrados, son pocos los que se toman el trabajo de comprar un buen papel (las cartas así lo exigen) y usar una estilográfica cuya tinta es capaz de resistir el paso del tiempo, sobre todo en un momento de la historia en que las últimas cartas en haber sido escritas comienzan a ponerse amarillas, tal como se ponen en la canción de Nino Bravo, del año 1972: «Y busqué entre tus cartas amarillas...». Ya nadie busca ahí. La era de las buenas frases, las que llevan ratos largos y porfía escribir, las que hacen grande a la literatura impidiendo que le llegue su hora sepia, no es esta. Que cada uno haga lo que pueda -y esté a su alcance- para postergar el final definitivo de la civilización bien escrita.
Uno de los principales escritores estadounidenses modernos, de los originales en serio, Joseph Heller, autor de la novela Trampa 22, dijo que «la literatura es la buena frase que de pronto aparece». En el acto de prestar atención a las buenas frases del otro, no solo a lo que otro esté diciendo, sino también a cómo lo dice, radica el calibre intelectual del lector riguroso, capaz de leer con una perspectiva diferente -no necesariamente una de mayor objetividad- a la de aquel al que está leyendo. El rigor viene acompañado de amabilidad y lucidez para enaltecer el encuentro anticipado con los detalles, aunque estos sean mínimos, inescrupulosos.
El 'lector de frases', capaz de descubrir un placer inexplicable en la coreografía de las palabras, entra en sintonía con la cordialidad en el disenso. En su tarea de adentramiento en lo inefable proveniente del lenguaje, debe revalorar incluso las figuras retóricas (asíndeton, polisíndeton, antítesis, aliteración, elipsis, hipérbaton e hipérbole, metáfora, anáfora, onomatopeya, paradoja, anacoluto, etc.) que han venido a ejercer su estelaridad, a quedar al alcance. Ese tipo de lector agoniza. Está casi al borde de la extinción. Tal vez en un mundo post-apocalíptico, post-apocapitalista, como el que aparecía en la película The Book of Eli ('El libro de Eli' o 'El libro de los secretos', en español), aquellas formas de literatura que invitan a la concentración y al deslumbramiento a partir de lo inaudito recobren dominio, y pasen a ser las únicas capaces de interesar a los últimos supervivientes. Llegado ese momento, la minuciosa escritura de este libro habrá valido la pena.
EDUARDO ESPINA
Imagen de portada: adhocFOTOS/Pablo Vignali