La proverbial vigencia de “Cambalache”
Jorge Schneidermann
Contenido de la edición 25.11.2024
Luego de que Carlos Gardel inaugurara los tiempos del tango canción grabando en 1917 "Mi noche triste" (Contursi-Castriota), el dos por cuatro comenzaría a arrullar entre rezongos de bandoneón el sentimiento poético de una pléyade de autores forjados en la fragua de la bohemia ciudadana y la liturgia arrabalera que identificaban a aquella pujante Buenos Aires de callecitas empedradas, palacetes afrancesados y bulliciosos conventillos que, con donaire vanguardista, avanzaba con paso firme hacia la modernidad.
Entre ellos descollaría la figura de Enrique Santos Discépolo (1901-1951), quien habiendo padecido desde su más temprana infancia los sinsabores de la orfandad, crecería hasta 1911 al amparo de sus tíos, y a partir de ese momento bajo la tutela de su hermano Armando (1887-1971), joven y talentoso dramaturgo estrechamente vinculado al mundo del teatro.
Corrían los años veinte, tiempos en que el clásico sainete pasaría a un segundo plano cediendo protagonismo al grotesco criollo, género creado por el propio Armando Discépolo, y en el que el picaresco y el gracejo se imbricaban con lo dramático remedando la peripecia existencial de inmigrantes, proletarios, malevos y hombres de avería.
Durante sus años mozos, Enrique desarrollaría una mirada acerbamente crítica sobre la vida y las penosas circunstancias del desamparo social. Aquel muchacho porteño de escuálida apariencia y acendrado sentido de la ironía, cuyos primeros escarceos como actor le valdrían el reconocimiento de destacadas figuras del firmamento artístico, hallaría definitivamente su norte vocacional en el tango y en la arena cinematográfica, donde se destacaría como actor, guionista y director.
De allí en adelante, innúmeras páginas de antología como "Qué vachaché" (1926), "Esta noche me emborracho" (1928), "Chorra" (1928), "Yira, yira" (1929), "Cambalache" (1934), "Uno" (en coautoría con Mariano Mores, 1943) y "Cafetín de Buenos Aires" (1948), resonarían con singular suceso en los salones de baile, fonoplateas, cafetines y cabarets de Buenos Aires y Montevideo.
La crudeza de sus letras, ocasionalmente censuradas, reflejaba con meridiana claridad la desazón y el desconcierto imperantes en aquella tambaleante Argentina de la "década infame", fragmentada y sumergida en una profunda crisis socio-económica e institucional, precipitante, al despuntar la década del treinta, del derrocamiento de Hipólito Yrigoyen como paso previo a la instauración de sucesivos gobiernos alineados con las oprobiosas consignas del fascismo y el nazismo. De resultas de la onda expansiva de la Gran Depresión del '29, la irrefrenable escalada inflacionaria y el incremento de las tasas de desocupación harían lo suyo horadando sensiblemente la estabilidad de un país que, promediando la década anterior, se ufanaría de haber alcanzado uno de los niveles de desarrollo más elevados del planeta.
Tras la presentación consagratoria de "Yira, yira" en el film homónimo protagonizado por Gardel en 1931, otros autores se sumarían a la prédica contestataria y reivindicativa de Discépolo. Tal fue el caso de Enrique Cadícamo y el uruguayo José María Aguilar, quienes a través de las estrofas de "Al mundo le falta un tornillo" (1932), describieron con lunfarda elocuencia las cuitas de una sociedad desconcertadamente anestesiada por el egoísmo y la indiferencia.
Tristemente, como en aquellos trágicos años que preludiarían el inicio de uno de los períodos más sombríos de la historia universal, al mundo sigue faltándole un tornillo, y mientras "(...) detrás de la vidriera irrespetuosa de los cambalaches" la biblia sigue llorando desconsoladamente junto a un calefón, la comunidad humana continúa a merced, como otrora, de los subalternos designios de siniestros mandamases inescrupulosamente resueltos a satisfacer su insaciable voracidad de poder, sembrando el terror por doquier, conculcando leyes, coartando libertades y atentando contra el inalienable derecho de cada mortal a vivir en paz.
Sin paños tibios ni cortapisas, latente pero aún latiente en nuestro imaginario colectivo, la incisiva prosa de Discepolín, quintaesencia de la mística filosófica tanguera, no deja de denunciar la decadente deriva ética y la ceguera moral del animal humano, el cual, a nueve décadas de la presentación en sociedad de Cambalache en el mítico Maipo, parece no haber aprendido absolutamente nada de los errores que sisíficamente lo han arrastrado hacia los oscuros confines de la desesperanza.
Hoy, en pleno siglo XXI, tan "(...) problemático y febril" como el que le precedió, siguen siendo más las penas que las glorias. Aquellos tumultuosos años magistralmente semblanteados en las glosas de este icónico tango ya son historia, pero la proverbial vigencia de su mensaje aún nos interpela y conmina a pensarnos más allá de nuestro propio ombligo.
En efecto, más que "(...) revolcados en un merengue", vivimos ilusamente abrazados a la quimérica idea de que la felicidad es un bien de consumo que nos aguarda detrás de los escaparates de una tienda, al tiempo que los ubicuos adalides de la posverdad pretenden convencernos de que en este discepoliano cambalache global "(...) todo es igual, nada es mejor y da lo mismo un burro que un gran profesor".
Cambalache (1934)
Letra y música de Enrique Santos Discépolo.
(Fuente: Antología de Tangos de Héctor Ángel Benedetti (Buenos Aires, 1997).
Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé En el quinientos seis y en el dos mil también, Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, Contentos y amargaos, valores y doblez...
Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldá insolente Ya no hay quien lo niegue Vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo Todos manoseaos.
Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor...
Ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador... Todo es igual... nada es mejor...
Lo mismo un burro que un gran profesor.
No hay aplazaos, ni escalafón...
Los inmorales nos han igualao... Si uno vive en la impostura
Y otro roba en su ambición...
Da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón...
Qué falta de respeto, qué atropello a la razón,
Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón.
Mezclao con Stravinski, va don Bosco y"La Mignón", Carnera y San Martín... Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida...
Y herida por un sable sin remaches
Ves llorar la Biblia junto a un calefón.
Siglo veinte, cambalache, problemático y febril,
El que no llora, no mama, y el que no afana, es un gil... Dale nomás... dale que va...
Que allá en el horno nos vamo' a encontrar...
No pienses más... hacete a un lao...
Que a nadie importa si naciste honrao... Es lo mismo el que labura noche y día como un buey...
Que el que vive de los otros, que el que mata, Que el que cura o está fuera de la ley.
JORGE SCHNEIDERMANN.
Psicólogo clínico, docente y ensayista
Imagen de portada: Enrique Santos Discépolo (Annemarie Heinrich)