Literatura y muerte

Alejandro Carreño T.

Un misterio insondable encierra la muerte en su silencio que murmullan los ríos cuando van "a dar a la mar que es el morir", como hace siglos escribió Jorge Manrique en Coplas por la muerte de su padre, publicadas póstumamente entre 1480 y 1490 (Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes). 

Contenido de la edición 08.02.2022

Nada justifica más la vida que la muerte. El oxímoron cumple su función dialéctica en este juego de vida y muerte, del mismo modo que la sinestesia el murmullar de los ríos en el silencio de la muerte. En el Capítulo XIX, de sus Ensayos (1580), "Que filosofar es aprender a morir", Montaigne escribe: "Quien enseñase a los hombres a morir, les enseña a vivir". Y Mario Quintana, en un libro clásico de la poesía brasileña, A Rua dos Cataventos (1940), nos dice: "Minha morte nasceu quando eu nasci. / Despertou, balbuciou, cresceu comigo... / E dançamos de roda ao luar amigo / Na pequenina rua em que vivi". La muerte es como una enfermedad autoinmune: todos la traemos al nacer ("Minha morte nasceu quando eu nasci"), y podemos irnos de este mundo sin que nunca hayamos tenido noticia de ella. Pero a diferencia de ella, la muerte espera pacientemente que cumplamos nuestro ciclo de vida, nuestro destino, que solo los designios de Dios, como dijo Jorge Luis Borges, conoce: "Retrocede, cuando él se acerque, si no quieres descender a la morada de Hades, antes del tiempo marcado por el destino", le dice Poseidón a Eneas que lucha contra Aquiles (La Iliada, Canto XX, "El combate de los dioses", Ediciones Zeus, Barcelona, 1969). Después de todo, entre el vivir y el morir yacen todos los destinos humanos. Y los literarios también.

La literatura se ha nutrido de la muerte en todas sus formas, en todas las culturas. La muerte de Héctor se viste con las ropas de la cólera y venganza de Aquiles, que llora la muerte de Patroclo (Canto XVI), su amigo, a manos del hijo de Príamo y Hécuba, reyes de Troya. Al momento de morir, Héctor suplica a Aquiles que su cuerpo lo entregue a su patria, a su pueblo que lo ama. En vano. Más pueden la cólera y venganza del hijo de la diosa Tetis y de Peleo, rey de Tesalia: "-No me implores, perro, ni por mis rodillas, ni en el nombre de mis padres. Yo querría en mi furor cortarte a pedazos y devorar tus sangrantes carnes, para vengarme del mal que me has hecho" (Canto XXII). La muerte como motivo de venganza adopta también varias formas, algunas con un sujeto vengador colectivo, como consecuencia de la deshonra inferida. La dialéctica vida-muerte cobra, en algunos casos, la muerte del vengador o de los vengadores precisamente por una cuestión de honor. Los 47 Rõnin, el clásico episodio japonés ocurrido entre 1701 y 1703, conocido también como el Incidente de Akõ, convirtió la venganza en una leyenda nacional llevada al cine y a la televisión y narrada en innumerables cuentos y novelas. En síntesis, los 47 Rõnin (samurái sin señor), una vez vengada la muerte de su señor, Asano Naganori, y lavada su honra, matando y decapitando luego a su ofensor, Kira Yoshihisa, se suicidan todos ellos mediante el seppuku (harakiri), uno de los elementos del código ético samurái, bushido.  El templo Sengaku-ji, ubicado al suroeste de Tokio, según el Portal Mochileando por el mundo, de Robert y Lety, alberga las tumbas de los 47 samurái: "Los restos de estos formidables guerreros se colocaron en tumbas alrededor del lugar donde descansaba su señor, protegiéndolo incluso en la otra vida, y hoy en día pueden visitarse". En el cuento "El incivil maestro de ceremonias Kotsuké No Suké" (Historia Universal de la Infamia en Obras Completas 1923-1972, Emecé Editores, Buenos Aires, 1974), Jorge Luis Borges describe con inigualable exactitud los hechos ocurridos hace más de trescientos años. Hechos que el lector encuentra en innumerables páginas de internet, comenzando por Wikipedia. La narración borgiana termina así: "Éste es el final de la historia de los cuarenta y siete hombres leales -salvo que no tiene final, porque los otros hombres, que no somos leales tal vez, pero que nunca perderemos del todo la esperanza de serlo, seguiremos honrándolos con palabras".

Ya dijimos que la muerte tiene un rico vestuario para todas las ocasiones de la pasarela de la vida y la literatura. No solo las ropas de la cólera y la venganza como vimos en La Ilíada, Los 47 Rõnin y El incivil maestro de ceremonias Kotsuké No Suké, a las que podríamos acrecentar Fuenteovejuna (1618), el drama clásico de Lope de Vega y Crónica de una muerte anunciada (1981), de Gabriel García Márquez, entre cientos y cientos de otras obras literarias cuyo motivo central es la muerte como acto vengativo. La muerte como suicidio tiene su propio y generoso vestuario, como el honor (los 47 Rõnin y su seppuku). Pero en otras ocasiones, el suicidio responde al amor. La literatura también es ostentosa cuando el motivo del amor termina con la muerte del amante. Romeo y Julieta es, tal vez, el ejemplo clásico por antonomasia, lo que no debe sorprendernos pues Shakespeare es el epónimo literario de la construcción de tipos humanos que se definen en el amor, la envida, el odio, la ambición o la venganza. La tragedia de los enamorados shakesperianos encuentra en la lejana Las Metamorfosis (8 d.C.), del poeta romano Publio Ovidio Nasón (43 a.C. - 17 d.C.), su fuente de inspiración. En el Libro IV Ovidio nos relata la tragedia de Píramo y Tisbe, amantes legendarios de la mitología griega y latina. Estos jóvenes se amaban no obstante la prohibición de sus padres. Píramo encuentra en el lugar del bosque, el tálamo donde consumarían su amor, el vestido rasgado de Tisbe manchado de sangre: "He aquí que llega una leona [...], / la babilonia Tisbe la ve y con tímido pie huye a una oscura caverna, / y mientras huye, de su espalda resbalados, sus velos abandona". Píramo ve las huellas de la leona y piensa que su amada ha muerto en sus garras. Con su puñal se suicida. Al ver el cuerpo de su amado, Tisbe también se suicida: "[...] y ajustada la punta bajo lo hondo de su pecho / se postró sobre el hierro que todavía de la sangría estaba tibio. Sus votos, aun así, conmovieron a los dioses, conmovieron a sus padres [...]" (Biblioteca Virtual Universal, 2003, traducción de Ana Pérez Vega).

¿Qué une a estas parejas de trágicos enamorados? La inmediatez del acto de suicidarse, porque se entiende que la vida no tiene sentido sin la presencia de la persona amada. En la Epístola 70 a Lucilio, Libro VIII: "Causas que pueden justificar el suicidio", Séneca escribe: "Más la vida, como sabes, no debe conservarse por encima de todo, ya que no es un bien el vivir, sino el vivir con rectitud". Y líneas después: "Morir más pronto o más tarde no es la cuestión; morir bien o mal, ésa es la cuestión; pero morir bien supone evitar el riesgo de vivir mal". Y vivir sin la persona amada es, para estos amantes, vivir mal. Por último, para Séneca, cada uno debe buscar cómo morir para romper las ataduras de la esclavitud: "bien sea que apetezca la espada, o la cuerda, o algún veneno que penetre en las venas, prosiga hasta el final y rompa las cadenas de la esclavitud. Su vida cada cual debe hacerla aceptable a los demás, su muerte a sí mismo: la mejor es la que nos agrada" (Epístolas Morales a Lucilio, Editorial Gredos, Madrid, 1986). Los suicidas de nuestros relatos han utilizado la espada, el puñal, y el veneno. Han buscado acallar su dolor enfrentándose a su propia muerte, sea por honor, sea por amor.

El acto de suicidarse plantea un problema moral y social debatido por filósofos y teólogos, que lo apoyan o rechazan según su comprensión ética de la vida y de la muerte. Epicuro, por ejemplo, en su Carta  a Meneceo (Instituto de Estudios Clásicos "Lucio Anneo Séneca", Universidad Carlos III de Madrid, 2007. Edición y traducción de Jorge Cano), plantea "que el placer es el principio y el fin de la vida feliz. Lo hemos considerado el bien primero y originario y nos sirve como punto de partida para elegir y rechazar, y a él acudimos para juzgar todo bien desde el criterio que marca la sensación". Desde esta mirada en que el placer "es el principio y el fin de la vida feliz", el suicidio se entiende como una motivación provocada por el displacer. El análisis de Ferrater Mora complementa lo dicho hasta aquí: "Epicuro y los epicúreos estimaron que si el placer- en el sentido que lo entendieron, especialmente como eliminación de sufrimientos-es el bien supremo, nada más natural que suicidarse si la existencia, en vez de ser una causa de contento, es una causa de aflicción" (Diccionario de Filosofía, Tomo IV, Editorial Ariel, Barcelona, 2001. Ahora, sobre el tema de la muerte, sugiero la lectura del Tomo III). Desde el punto de vista de los epicúreos, el suicidio de los jóvenes amantes shakesperianos y ovidianos se justifica por cuanto su existencia no será causa de contento y sí de aflicción.

La literatura alemana también sabe de suicidios por amor. Werther, el joven y romántico personaje de la novela epistolar, homónima, de Goethe, publicada en 1774, ama pero no es amado: "Por la mañana, a las seis, el criado del suicida entró en el cuarto de su amo [...]. Encontró a Werther tendido en el suelo, ensangrentado, y cerca de él una pistola [...]. Corrió en busca de un médico y fue a enterar a Alberto de lo ocurrido. Carlota, que oyó el campanillazo, se echó toda a temblar [...]. El criado con voz llorosa y balbuciente, les dio la noticia. Carlota cayó desmayada a los pies de Alberto" (J.W. Goethe, Werther en Obras Selectas, Edimat Libros, Madrid, 2004). Carlota, su amor imposible, ama a su esposo, Alberto, amigo del desdichado Werther. No es por acaso que sobre el escritorio de Werther se encontraba abierta la tragedia de Lessing, otro romántico alemán, Emilia Galotti. Goethe era un maestro del arte de escribir. El suicidio del protagonista de la tragedia de Goethe difiere de los suicidios de los otros amantes revisados aquí, aunque también se mata por amor. Pero su muerte deseada atraviesa por un largo proceso en que el joven Werther lucha por conquistar a Carlota. Fracaso que lo lleva al suicidio. El hombre debe pensar "siempre en la calidad de su vida, no en su duración", dice Séneca. Y agrega: "Y esta conducta no la adopta tan sólo en caso de necesidad extrema, sino que tan pronto como la fortuna comienza a inspirarle recelo, examina atentamente si no es aquél el momento de terminar". Es la reflexión final que lleva a Werther al suicidio. Y ya considera "sin importancia alguna darse la muerte o recibirla, que esta acontezca más pronto o más tarde: no la teme como a una gran pérdida. Nadie puede perder mucho cuando el agua se escurre gota a gota".

Pero, "Morir no es todo, es necesario morir a tiempo", nos dice Sartre en Las Palabras, libro autobiográfico publicado en 1963 en Les Temps Modernes. Sin embargo, ¿qué significa morir a tiempo? ¿Murió a tiempo Tisbe? ¿Murió a tiempo Werther? Ibsen le responde a Sartre en Peer Gynt, Acto V: "No se puede morir en el medio del quinto acto". Sin embargo, al suicida por amor no le importa en qué acto muere. No hay un acto ideal para quien se entrega a la muerte por amor, nos ilustra la literatura de todos los tiempos. Morir por amor es siempre morir a tiempo. Ese es el sino de los personajes literarios que han sufrido y muerto por amor. Amor que muchas veces se confunde con la locura que conduce al suicidio. La locura es otro de los trajes con que se viste la muerte, y la literatura, que es la vida y los sueños de los hombres hechos de palabras, ha vivido desde sus orígenes, que se confunden con el mito y la leyenda, la tragedia de hombre y mujeres que se han suicidado por la locura a que lleva el amor infeliz. La tragedia romántica española nos ofrece un ejemplo dramático de inconcebible amor infeliz que desemboca en la locura del suicidio: Don Álvaro o la fuerza del sino (1835), del Duque de Rivas. Don Álvaro y doña Leonor se aman apasionadamente, pero el padre de ella, el Marqués de Calatrava, no acepta el noviazgo. La pareja planea entonces fugarse y son sorprendidos por el padre. Don Álvaro arroja la pistola al suelo como señal de respeto y sumisión, pero una bala se escapa hiriendo de muerte al Marqués. Las peripecias se suceden de modo incontrolable y don Álvaro termina matando a los dos hermanos de Leonora, Carlos y Alfonso. Pero este, antes de morir, con su puñal mata a su hermana delante de don Álvaro, pues la culpa de la tragedia de su familia.

Enloquecido por la muerte de su amada, don Álvaro se suicida arrojándose desde un peñón. Última escena (en Teatro Clásico Español, El Ateneo, Buenos Aires, 1958). Habla don Álvaro desde un risco, con sonrisa diabólica, todo convulso: "[...] Yo soy un enviado del infierno, soy el demonio exterminador... Huid, miserables. / Infierno, abre tu boca y trágame. Húndase el cielo, perezca la raza humana, exterminio, destrucción... (Sube a lo más alto del monte y se precipita)".  Del mismo modo que el suicidio se ha justificado desde el punto de vista filosófico, también ha tenido detractores que han rechazado cualquiera razón que justifique el acto de suicidarse. Platón, por ejemplo, en Las Leyes, IX (Obras Completas, Tomos IX y X, Clásicos de Historia, 226, Madrid, 1872. Traducción y Notas de Patricio de Azcárate), es categórico en su juicio: "Los que se suiciden serán enterrados aisladamente en lugar aparte. Para su sepultura se escogerá, en los confines de las doce divisiones del territorio, algún punto inculto o ignorado, donde se les enterrará sin ceremonias, con prohibición de erigir columnas sobre su tumba y de grabar su nombre sobre un mármol". Pero en el párrafo inmediatamente anterior, abre las puertas a una justificación para el suicida, en cuanto a que su proceder obedezca a cualquier oprobio que hiciese de su vida un vivir insoportable: "¿Y qué pena dictaremos contra el homicida de lo más íntimo y más querido que tenemos en el mundo, quiero decir, contra el homicida de sí mismo, que corta, a pesar del destino, el hilo de sus días, aunque el Estado no le haya condenado a morir, ni se haya visto reducido a tal situación por alguna horrible e inevitable desgracia sobrevenida inopinadamente, ni por ningún oprobio de tal calidad que hiciera para él odiosa e insoportable la vida, sino que por una debilidad y una cobardía extremas se condena a sí mismo a esta pena que no merece?". Pero Aristóteles no deja ninguna puerta abierta para justificar al suicida: "Pero el matarse uno a sí mismo, por salir de necesidad y pobreza, o por amores, o por cualquier cosa triste, no es hecho de hombre valeroso, sino de cobarde" (Ética a Nicómaco, Volumen I, Libro Tercero, Capítulo VII, Ediciones Folio, Navarra, 2000). Ana Karenina, la fogosa y audaz protagonista de la novela homónima de Tolstoi (1877), huye de la realidad y se encierra en un mundo que su enajenación mental ha creado. Hoy se habla en Psicología del Síndrome de Ana Karenina, un amor que lleva a la locura y en el que la razón y la reflexión no tienen cabida. De hecho, la RAE define "enajenación mental" como "locura" en su primera acepción. Como sabemos, Ana se suicida arrojándose a la línea del tren.

"¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? / ¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas, / las lunas de los ojos albas y engrandecidas, / hacia un ancla invisible las manos orientadas?" (Gabriela Mistral, poema "Interrogaciones" en Los sonetos de la muerte, Zig-Zag, 1915). Una pregunta ontológica, insondable, sobre la Vida y la Muerte. Nada refleja mejor la idiosincrasia de los pueblos, que la manera cómo ellos resuelven ética y culturalmente los dos aspectos más trascendentales del ser humano, desde que este hizo su aparición, para bien o para mal, en la tierra. O desde que fue expulsado, también para bien o para mal, del Paraíso.

En los inextricables misterios de la muerte y la vida que solo Dios conoce, se encuentran las claves de la lectura de la una y de la otra.

 

ALEJANDRO CARREÑO T.

Profesor de Castellano, magíster en Comunicación y Semiótica,

doctor en Comunicación. Columnista y ensayista (Chile)

 

Imagen de portada: Pierre-Claude Gautherot/Píramo y Tisbe. 1799. Óleo sobre lienzo. 225 x 290 cm. Centre National des Arts plastiques-Ministere de la Culture et de la Communication. Paris. En depósito en el Museé de Melun

 

 


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2022-02-08T15:07:00