Una mujer imperturbable, una motocicleta

Alejandro Vásquez Escalona

Contenido de la edición 30.07.2024

 

Viaja sobre una motocicleta Vespa gris, bastante deteriorada. El pequeño motor del vehículo suena como si estuviera moliendo tuercas. Se siente carrasposo, algo así como si tragara clavos oxidados. Ayer en la oficina se enteró por comentario de una secretaria que vendrían motocicletas nuevas desde Caracas para renovar la flota deteriorada de Maracaibo. Se las imagina relucientes, de color amarillo intenso, anaranjadas, pues. Desea cabalgar sobre uno de esos aparatos nuevos con su bolsa llena de entregas especiales, de telegramas o sencillamente de modestas correspondencias o revistas venidas por suscripción. Ahora viene de un final de jornada. Es casi mediodía. Jueves. La última correspondencia la entregó en   la urbanización la Trinidad en el norte de la ciudad. Buenos días, señora podría prestarme la manguera para echarle agua a la moto.

Ella riega el jardín del edificio donde habita. En su hogar seguramente cocina y friega persistentemente. Puede que en algún espacio de su habitación cuelga un cuadro de Jesucristo con un corazón visible sobre el pecho y su mano izquierda como soportándolo para que no se derrita con ese pequeño resplandor de fuego que lo recubre. Tiene unos sesenta años. Lleva un vestido de flores amarillas sobre blanco. Está detrás de una cerca metálica del denominado ciclón. Pudiéramos decir que le sorprende la solicitud del motociclista, pero no es cierto. Ella no sabe de mecánica. No se entera si las motocicletas necesitan de agua en su motor para funcionar. Responde al saludo. Cede por entre la malla metálica la manguera. El muchacho del cabello largo procede a llenar con agua el tanque de la gasolina de la motocicleta. Imagina otra Vespa anaranjada. Otras correspondencias, otro runruneo de motor casi cero kilómetros. Agradece a la mujer de vestido con flores amarillas. Sube a la motoneta y continúa su camino.

Circula por una avenida. Piensa en la travesura de mezclar gasolina con agua. Oye el sonido que semejan triquitraques debajo de sus piernas. Sonríe. El viento de la avenida, es tibio, huele a carburantes escupido por los escapes de los autos. Lleva pantalones blue jeanes, camisa de kaki y barba largamente desordenada. Es joven, puede que anclado en los años setenta. Sus botas de motocrós Frazzani embragan las velocidades del biciclo. El humo grueso del escape de un camión cargado de cajas de cervezas, explosiona en su rostro delineado por el casco negro de seguridad. El sol martillea los automóviles que se desplazan a ambos lados.  Ya se observa el edificio del Instituto Postal Telegráfico en un recodo de la vía. Mira a su derecha en precaución para enfilar por el canal cercano a la acera.

Es un edificio de arquitectura Art Decó de una planta, pero alto como si fueran dos. Puertas y ventanas gigantescas de madera. Adentro, desde el techo, cuelgan ventiladores de aspas largas que airean el ambiente caluroso y húmedo. Revuelven el olor salobre tímido de la brisa que sobrevuela un lago cercano. Desde arriba, se descuelgan también lámparas de metal similares a copones con bombillas alargadamente amarillentas que, junto a los claros de los ventanales, alumbran el espacio. Sobre su resplandor se delinean sutilmente las nubes de polvillo emanado de las valijas descargadas de los camiones en la madrugada. O del ajetreo del ordenamiento perenne de la correspondencia en los distintos montones de clasificación. O en los distintos cajones y gavetas.

Desde una especie de buhardilla se aprecia la oficina de los directivos del correo. Es como la cabeza de una escalera larga ininterrumpida de madera. Desde allí se ve el andar casi cíclico y a veces hasta rítmico de los trabajadores que mueven de un lugar a otros las cargas de mensajes y encomiendas. Otros, sentados en cubículos, frente a mesas de madera, parecieran jugar naipes en solitario con telegramas, cartas, revistas o libros, que extraen de las bolsas marcadas con la frase Correos de Venezuela. Las ordenan de acuerdo a su especie. Huele a vapor encerrado. A hongos invisibles. A ausencia guardada. A bostezo largo. A sudor de habitación sedienta de sol.

El motorizado con casco de seguridad negro, se lava las manos y el rostro cubierto de hollín callejero. Está en el baño del edificio de Ipostel. Se mira en un espejo viejo, salpicado con manchones negros bajo el vidrio. Se seca con servilletas amarillentas. Está contento. Finaliza su jornada. Hoy no almorzará en su casa. A la una y treinta minutos asistirá a una clase de periodismo en la universidad. Recién comienza la licenciatura. Su presencia constante en los salones universitarios es evidencia de su satisfacción.  Mira la imagen que le devuelve la lámina de cristal. Se arregla el cuello de la camisa. Recuerda a la señora del jardín. El tas, tas del motor de su motocicleta Vespa al apagarla en el estacionamiento. Imagina el zigzag anaranjado de una cabalgata motorizada por entre el cauce de automóviles en las calles de la ciudad sobre una Vespa anaranjada.

Al salir del baño ve al señor Linares que desciende por la escalera. Es su jefe. Alto, cabeza   ancha recubierta de cabello grasientamente negro, pareciera que la hubiesen atornillado a sus hombros sin cuello. Lleva una camisa marrón abultada en su abdomen. Sus manazas parecen guantes quirúrgicos inflados. Se le acerca y lo aborda. Extiende un sobre mediano amarillo con letras negras. Es una entrega especial. Cómo estuvo el trabajo del día. Necesito que camino a tu casa hagas esta entrega. Es por la avenida Santa Rita. La secretaria te dará dinero para el autobús.

 El motero sale a la avenida frente a la Oficina de Correos. Hay poca gente en la parada. Aborda un autobús. Logra sentarse. Aún está semivacío. Son las once y tanto de la mañana. El transporte se desplaza lentamente. Sus ventanas parecen monitores que muestran las edificaciones como si se movieran hacia atrás en cámara lenta. No dejan ver el viento. Ni la gente que habita y sueña en sus espacios interiores. Son especies de tv andante para imaginar. El bus se detiene con frecuencia a tomar pasajeros que solicitan el servicio.  Un zapatico de bebé, un Bart Simpson de plástico, una bolita tejida con hilos coloreados, quizás por un indígena, una cruz de palma con una cinta roja, cuelgan frente al conductor. Se mueve al ritmo de las frenadas y arrancadas. Pareciera afirmar gestualmente todo el tiempo. Suben una señora con dos niños y una bolsa de víveres. Huele a mercado. A compra de comida mañanera, un viejo de anteojos negros, bastón y espalda curva. Se siente el mal humor. La agriura de la vida.  Paulatinamente el autobús se va llenando.  Se va elevando el volumen de la radio que carraspea una cumbia colombiana. Es un viaje de unos quince minutos hasta el sitio donde debería hacerse la entrega especial de correo.

Camina por una avenida paralela a la ruta por donde lo condujo el autobús. Mira la dirección anotada en el sobre amarillo: avenida Santa Rita con calle 65. Ubica la ferretería Walter la Guardia que es la referencia, pero no ve ninguna calle. Sigue una cuadra más adelante. Nada. Regresa. Mira la dirección. Son las doce y diez minutos. Se detiene frente al establecimiento ferretero, es una casa alta de arquitectura de los barrios tradicionales de la ciudad. Sobresale su pintura azul y roja de aceite brilloso. Nada. Oye como lejano el sonido de los autos y sus bocinas. No siente la arenisca levantada por sus neumáticos. Comienza abstraerse ambientalmente por la impaciencia. Entra al local comercial. Pregunta por la dirección anotada en el sobre del mensaje. Es el callejón que está del lado derecho, al salir. Abre el portoncito de metal y entra, le indica un hombre de bigote negro intenso y redondeado que atiende detrás del mostrador de la ferretería.

Es un portoncito negro pálido de hierro con hojas y otras figuras forjadas entre las barras de metal. Entra y casi de inmediato está frente a una reja metálica azul. La puerta de madera abierta deja ver un espacio de unos cuatro metros cuadrados, pintado de blanco. No hay cuadros en las paredes. El piso es de cemento gris. Sobre una pequeña cocina a gas en un mueble adherido a la pared, está una olla mediana. El azul intenso de las llamas deja imaginar el cocimiento del almuerzo. Una sopa seguramente. Puede que de gallina. Puede que de granos. Aún no revolotean aromas. Solamente la calidez de un hogar sencillo se columpia en esa salita cocina. Del lado izquierdo, una puerta cerrada, color selva, insinúa la entrada a otro espacio. Pudiera imaginar un dormitorio con una cama pequeña iluminada con un círculo de luz blanca del mediodía que se descuelga de una claraboya.  Sábanas salmón, aseadas, vaporosas, pero solamente ve el espacio donde aún no reverbera la olla sobre la cocina a gas negra, marca Tapan. Solamente desea hacer la entrega. Zafarse de esta obligación laboral. Si consultara un reloj o supiera leer la sombra de la pared, se enteraría que son las doce y treinta minutos. Lo intuye.

El muchacho de las botas Frazzani golpea la reja metálica azul de entrada a la casa con una moneda.  Se abre la puerta verde de la habitación interna. Sale una mujer morena, de andar gitano. Deja una estela de olores sensuales involuntarios. Cabello negro Navajo o Sioux, como atrapando el cielo imperceptible con su rostro delicadamente alargado. No coquetería. Ausencia de pretensión por seducir. Imperturbable. Solamente viste unas pantaletas color malva. Sus senos pequeños con puntales oscuros, no se bambolean con el andar. Se detiene muy cerca, frente al cartero, reja de por medio. El muchacho, no siente su olor quizás a laguna cubierta de lotos en flor o a molienda de trigo, a aurora boreal de equinoccio en primavera. No ve los senderos sutilmente tostados desde su cuello vía abdomen hacia la planicie oscura triangular, metafóricamente vegetal. Una especie de trance, seguramente lo entontece. Casi espectralmente oye la voz de la mujer. Dígame. ¿Qué desea?

Habita nuevamente la tierra. Siente que no murió. Que no lo achicharró el hongo mortífero aquel sobre el mar que ha visto en las películas. Que tiene un mensaje en sobre amarillento por entregar a su remitente. Buen día. Soy cartero de Ipostel. Tengo una entrega especial para usted. Extiende la correspondencia con un recibo. La mujer imperturbable lo firma. Da la vuelta. Camina hacia la cocina. Destapa y mueve con un cucharón el contenido de la olla plateada sobre fuego azuloso intenso. Desde aquella espalda bronceada. Desde ese colgajo de cabello oscuro. Desde esa hendidura simétrica donde se acopla la prenda íntima malva, puede volver el embrujo hormonal al muchacho de la Vespa. No lo permite. Siente temor de perturbar a la mujer. Mira. Vive otra vez y se marcha. Sale a la calle. Camina a la parada del autobús. Voltea a mirar atrás insistentemente. Desea regresar. Enterarse. Desguazar la incertidumbre. Son las doce, cuarenta y cinco minutos

Nunca supo el nombre de Linares, pero fue el mismo que el lunes de la semana siguiente le comunicara la decisión de trasladarlo a la sesión de clasificación de impresos, es decir a recibir y ordenar las revistas a entregar en sus estafetas correspondientes. No más cartero de mediodía que llama una vez. No más navegar entre motores y smog en calles calenturientas. Muerte de los celajes en motocicleta nueva anaranjada. No más alucinaciones con las mujeres vestidas de malva. Después leería El Cartero e imaginaría haber sido una especie de versión pálida de Charles Bukowski.                                                       

 

ALEJANDRO VÁSQUEZ ESCALONA

(Venezuela, 1956). Fotógrafo, escritor, videoasta. Profesor de la

Escuela de Comunicación Social de La Universidad del Zulia (1987/2016).

Docente invitado a Aquelarre - Escuela de Fotografía. Montevideo (Uruguay-2021)

acuantola@gmail.com

 

Imagen de portada: Alejandro Vásquez Escalona

Foto personal: Ivett García


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2024-07-30T12:22:00